En El Salvador la
esperanza es tan grande como inútil. Los cimientos vitales que sostienen la
vida nacional del país están erosionados: economía, salud, educación, política
y seguridad. Quizás esta última es la gran batalla perdida que quiere ganarse a
fuerza de una violenta tozudez.
Por décadas esta nación
centroamericana ha buscado la paz, el bienestar y el progreso. Pero ha
encontrado todo, menos eso. Y es que El Salvador camina en círculos, porque
siempre ha estado entre la navaja y el cuchillo. En el siglo XX tuvo que
soportar la bota verde olivo y sus financistas locales e internacionales. En el
siglo XXI tiene que lidiar con las sombras del pasado: las pandillas. Un
colectivo de cientos de jóvenes que quedaron huérfanos de todo y que crecieron
para vengarse por la afrenta pública que sufrieron. Y si mueren, para eso están
las nuevas generaciones que viven lo mismo que su árbol genealógico. Las
comunidades pobres han tenido que ceñirse a su filosofía: ver, oír y callar.
Estas mismas comunidades
han sido pragmáticas y han tenido que plegarse al nuevo poder que determina la
estabilidad de su entorno. No importa la banda: Mara Salvatrucha (MS-13) y
Barrio 18 (fragmentada en Sureños y Revolucionarios).
La última encuesta del
Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) de la Universidad
Centroamericana (UCA) ha mostrado que la población del país no confía en sus
autoridades de Seguridad, pues esta arrastra un gran historial de abusos contra
los derechos humanos. Los casos más graves han llegado al exterminio de
pandilleros, persecución indiscriminada de sus familiares y el continuo acoso
de sus comunidades y sus pobladores. Estigmatización, dicen los expertos.
La directora del Iudop
—Jeannette Aguilar— es clara al aseverar que la apuesta del Gobierno es la
represión sin programas de prevención y rehabilitación. Por eso no es raro que
los resultados de los sondeos de opinión de la entidad que ella dirige arrojen
lo siguiente:
“Hay ciudadanos que nos
han dicho que los pandilleros son al final los que nos cuidan de los vejámenes
y de los abusos de la Policía”.
El resultado ha sido
darle vida a aquella frase milenaria: ojo por ojo y diente por diente.
Lo interesante del pulso
ciudadano que hace el Iudop es que hay otro gran segmento de la población que
celebra el exterminio y las ejecuciones que hace la Policía y el Ejército.
— ¿Quiénes son los que
celebran?
— Las clases medias y
zonas urbanas son las que celebran el extermino de pandilleros, comenta la
directora del Iudop. Claro, matiza. No se puede meter a todo el mundo en la
misma sartén.
La Procuraduría para la
Defensa de los Derechos Humanos tiene decenas de denuncias por los vejámenes
que hacen los cuerpos de seguridad del Estado hacia la población civil. De
hecho, hay agentes que están en las cárceles por ejecuciones de pandilleros. O
por lo impensable: por el asesinato de sus propios compañeros de la corporación
policial.
Un salvadoreño ve a un
policía o a un militar en la calle y cambia de acera. Un peinado, una forma de
vestir, ser residente de lugares innombrables o fan de alguna expresión artística
que rompa el statu quo de lo visual y lo normal son la excusa perfecta para
convertirse en sospechosos de todo. Es el fruto de la paranoia. O de la
estigmatización.
El Salvador estuvo casi
todo el siglo XX sometido al humor de los militares. Quien pensara distinto era
asesinado o desaparecido. Esta antesala desató —finalmente— la guerra de este
país (1980-1992) y dejó alrededor de 75 mil muertos y unos 10 mil
desaparecidos. En este periodo familias enteras emigraron hacia Estados Unidos.
Esa generación encontró en el país del Norte a otra que estaba inserta en
pandillas. Los salvadoreños hicieron la propia para defenderse de las otras.
Tras la firma de la paz entre insurgencia y Gobierno empezaron las
deportaciones. La escuela que traían la echaron a andar en sus barrios,
colonias y comunidades. Nadie imaginó que la bomba social estallaría. Y en sus
narices.
— Salimos de una guerra
para entrar a otra, entonces: ¿en qué fallamos?
— El Estado salvadoreño
históricamente no ha tenido la voluntad —si nos situamos en el contexto de la
posguerra— de atender este fenómeno. Por acción u omisión hubo una desatención
sistemática de la violencia juvenil. Y se puede decir que hasta casi
deliberada. Y desde la mitad de 1990 hasta el año 2000 había visos de la
evolución de este fenómeno, analiza Jeannette Aguilar.
Entonces, para la
analista no es raro que El Salvador haya perdido la batalla contra la
violencia. Menos contra el narcotráfico y la corrupción que se confeccionaron
con tanta impunidad y descaro en estos 25 años de paz. Y esto no es gratuito.
En los últimos años los casos de corrupción en las esferas del poder se
vaciaron y crecieron tanto en las pandillas como en el narcotráfico.
El partido de derecha
Alianza Republicana Nacionalista (Arena) malversó fondos del Estado por más de
300 millones de dólares mientras fungió en el poder desde 1989 hasta 2014. Dos
expresidentes de este instituto político fueron llevados a la cárcel. Uno sigue
ahí y el otro murió en un hospital.
El mismo camino llevaba
el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN y ahora en el poder
desde 2009 hasta la fecha) pero la Sala de lo Constitucional de la Corte
Suprema de Justicia le vetó la posibilidad de hacer uso discrecional de la
partida secreta. Inclusive, el expresidente Mauricio Funes —del partido de
izquierda— está siendo investigado por las autoridades tras no poder justificar
un estilo de vida acaudalado que no podría sufragar con un sueldo de
funcionario público.
Altos dirigentes de
ambos partidos —los mayoritarios del país— están señalados de enriquecimiento
ilícito, de tener vínculos con el narcotráfico, de tráfico de armas y de lavado
de dinero. También de haber tenido un diálogo directo con altos mandos de las
pandillas para beneficio electoral a cambio de otorgarles comodidades en el
sistema penitenciario. O un buen capital para el grupo.
Se calcula que hay unos
60 mil pandilleros en las calles. Dentro de la cárcel están otros 13 mil. A
estas cifras se unen la red de colaboradores que van desde los familiares y amigos
de los miembros de las bandas hasta jueces, policías, militares y políticos de
todos los niveles. Incluso religiosos.
En Arena y el FMLN la
apuesta fue la misma: represión. A los analistas no les tiembla la voz al decir
que la izquierda es más represiva que sus antecesores. Y esto explica que en la
actualidad el número de militares en tareas de seguridad pública supere a los
que había en los gobiernos anteriores.
A pesar de que la Sala
de lo Constitucional declaró como terroristas a las pandillas, esto no cambió
ni un ápice la realidad de violencia que vive el país. El tiempo pasa y lo que
ha ocurrido es que hay una guerra abierta entre las pandillas y el Estado (policías,
militares, jueces, custodios del sistema penitenciario, vigilantes privados y
un largo etcétera). Hasta el circuito de seguridad que debe velar por el
presidente de El Salvador —Salvador Sánchez Cerén— y su familia ha sido
vulnerado al haberle asesinados a dos guardaespaldas entre 2016 y 2017.
La reciente encuesta del Iudop afirma que la ciudadanía no confía en sus
autoridades. Específicamente en la PNC. ¿A qué se debe esto?
La gente hace un reclamo hacia los déficits que hay en
seguridad, pero al mismo tiempo a las autoridades que están obligadas por
mandato constitucional a garantizar dicha seguridad, pero son estas mismas las
que están violando los derechos humanos de la población. Lo que hemos
encontrado en nuestras encuestas es que la ciudadanía está señalando cada vez
más a la Policía como un violador de los derechos civiles. Y a esto se suma al
nivel de incertidumbre que se ha instalado a lo largo del tiempo [en El
Salvador]. La gente ya no solo está sometida a las pandillas u otros problemas
sociales, sino a los abusos y atropellos de las fuerzas de seguridad del
Estado.
Siguiendo esta tónica. ¿Es descabellado que la población confíe más en los
pandilleros que en los cuerpos de seguridad del Estado?
Yo creo que no es descabellado. Hay una dinámica de
sobrevivencia que las comunidades están adoptando de manera pragmática. Y
finalmente la gente va a confiar en aquello que garantice su seguridad. Sabemos
de comunidades estigmatizadas por las autoridades y que están sometidas a
constantes vejámenes por parte de la Policía. Entonces esto hace que los
habitantes de esta comunidad se cohesionen a ciertas estructuras que —entre
comillas— están garantizando la seguridad de la gente. Hay ciudadanos que nos
han dicho que los pandilleros son al final los que nos cuidan de los vejámenes
y de los abusos de la Policía.
La población siente seguridad más con las pandillas que con los cuerpos de
seguridad, ¿pero cómo analizan ustedes esta dicotomía de que los ciudadanos
celebren la ejecución o exterminio de pandilleros?
No generalicemos. La seguridad que siente cierta
población con las pandillas ocurre en ciertas comunidades donde la guerra entre
Policía y pandilleros se ha generalizado, porque estamos ante una situación de
mecanismos de sobrevivencia. Tenemos que reconocer que las reacciones a favor o
en contra de las pandillas se dan en un país donde el tema de la seguridad está
vulnerado. Estamos en un país donde las autoridades no pueden garantizar el
derecho a la seguridad de sus habitantes. Sin duda hay sectores que están
asediados por la violencia de las pandillas y celebran el exterminio.
¿Quiénes son los que celebran?
Las clases medias y zonas urbanas son las que celebran el
extermino de pandilleros. Tienden a respaldar la eliminación. Pero de nuevo: no
podemos generalizar, porque cuando hemos consultado esto hay una opinión
dividida. No obstante, hay indignación ante los abominables hechos cometidos
por los pandilleros. Y por eso se han ganado el repudio de la población. Y por
eso es que en cierta forma generalizada la población respalda a la Policía en
el tema del exterminio. Eso lo hemos medido a lo largo de algunas preguntas.
Aunque hay otro porcentaje que está señalando esto [de las ejecuciones]. Esto
tiene que ver con la posición social en la que vive. Pero este tema de
polarización puede terminar erosionando el respaldo a la Policía. Fue llamativo
que al consultar a la gente qué tan segura se sentía al ver pasar a un policía,
pues un poco más de dos a tres ciudadanos respondieron que muy inseguro o
inseguro. O sea: esto es todo lo contrario a ese sentimiento de seguridad y de
protección que debe otorgar la presencia de las autoridades. Y eso se debe a
las acusaciones de abuso. Incluso: a casos de ejecuciones.
¿Tenemos una nueva guerra en El Salvador? ¿Hay un ojo por ojo y diente por
diente entre las seguridades del Estado y las pandillas?
Sin duda. El escenario de los dos últimos años se ha
radicalizado. Esto nos expone a una situación diferente a la que teníamos en años
atrás. [Ahora] hay una especie de guerra de baja intensidad. Y esto está
generando una especie de cadena de venganza. La Policía se está debilitando
institucionalmente, porque está abandonando su marco de actuación legal, el
mandato constitucional y los procedimientos que establece la ley en términos de
cómo actuar frente a cualquier estructura criminal. La Policía está actuando
más en una lógica de venganza. Y esto no solo lo hemos visto en el nivel bajo
de la corporación, sino también en la retórica de altas autoridades. Ahí están las
deplorables declaraciones del director de la Academia Nacional de Seguridad
Pública —Jaime Martínez— en las que aboga por la eliminación [de pandilleros]
sin evaluar las circunstancias que puedan rodear la amenaza [de los hechos]. Dijo
a los policías que se defendieran sin pensar en las consecuencias. Esto
básicamente es un cheque en blanco para matar. Esto no solo perjudica la imagen
de la Policía, sino que distorsiona el mandato [civil] que tiene [porque]
básicamente los hace actuar [a los agentes] como criminales.
Los medios de comunicación han arrojado luz sobre los diálogos que los
partidos de izquierda y de derecha han tenido con las pandillas. La UCA ha sido
clara al decir que no pueden obviarse a las pandillas y que debe de haber un
diálogo con ellas. Para usted: ¿qué clase de diálogo debería de haber?
La UCA siempre ha respaldado los mecanismos de diálogo,
de puentes que permitan escuchar la posición del otro. Nosotros rechazamos los
procesos de negociación política que se dieron en lo que se denominó La Tregua
[acción clandestina que surgió en el gobierno del expresidente Mauricio Funes
(2009-2014). Fue aprobado por él y supervisado por varios de sus funcionarios
entre 2012 y 2014] porque nos pareció que no se trató de un diálogo honesto que
buscara la rehabilitación de estos grupos o que buscara la reinserción social
de ellos. Más bien esto se trató de una estrategia política-electoral que
terminó por distorsionar este tipo de [fenómeno de violencia] y de
negociaciones.
Creemos que debemos situar [a los pandilleros] como
interlocutores porque son parte de la sociedad. El problema no resuelto de las
pandillas se ha vuelto un segmento cada vez más importante en la sociedad y no
podemos invisibilizarlo. En algunos casos sus miembros se han vuelto en parte
de movimientos sociales. Obviamente con diferentes características y con la
necesidad de reivindicar sus derechos. Si
bien es cierto que los pandilleros violentan los derechos de la ciudadanía,
pues esto ha tenido que ver con esta condición de exclusión, de marginación y
de negación de sus derechos a lo largo de varias de sus generaciones.
Si se abren espacios de interlocución —porque es
importante escucharles— pues esto tendrá que ver con lo que los representantes
de las pandillas —a lo largo de los diez años— han venido insistiendo: con los derechos
que ya están establecidos en la Constitución. Esto también tendrá que ver con
respetar los procedimientos de ley con los que se persigue a estos grupos y con
respetar sus derechos en el sistema penitenciario. Y tendrá que ver con que los
grupos de seguridad del Estado dejen de perseguir a sus familias. [Otro punto]
tiene que ver con los programas de reinserción o programas de prevención de la
violencia en las comunidades afectadas por las pandillas. O sea: básicamente piden
que se les escuche en sus reclamos primales. Es cierto que ha habido espacios,
pero el Estado no ha tenido la capacidad de articularlos en virtud de las
demandas de las pandillas, es decir: no solo con las demandas de los
pandilleros sino con la de sus familias con una real base social.
El FMLN no inventó las pandillas. ¿Pero usted cree que sus dos gobiernos
han tenido la voluntad de rehabilitarlos o de que esto ocurra?
Hay suficiente evidencia de que el Gobierno no tiene interés
ni en prevenir ni en rehabilitar a los pandilleros. Su política ha sido la
persecución indiscriminada y el recrudecimiento de la represión. Incluso: en
esta guerra contra las pandillas hay un aval implícito a las acciones de
aniquilamiento que están cometiendo los miembros de la corporación de Seguridad
y grupos paralegales que operan en el país. Creo que tampoco existe la
confianza elemental para iniciar un proceso de diálogo, porque tanto ARENA como
el FMLN han hecho un uso político de las pandillas para fines electorales. Solo
quieren conquistar votos. O utilizarlos coyunturalmente para debilitar al
adversario o para desestabilizar de cara al contexto de las próximas elecciones
que tendremos. Honestamente: ni de parte de ARENA ni de parte del FMLN hay
interés ni voluntad de tener un diálogo sincero, honesto que busque una
solución para el país. No tienen el interés de atender los factores que dan
origen a las pandillas [ni] de crear procesos de rehabilitación ni de
reinserción social.
Salimos de una guerra para entrar a otra, entonces: ¿en qué fallamos?
El Estado salvadoreño históricamente no ha tenido la
voluntad —si nos situamos en el contexto de la posguerra— de atender este
fenómeno. Por acción u omisión hubo una desatención sistemática de la violencia
juvenil. Y se puede decir que hasta casi deliberada. Y desde la mitad de 1990
hasta el año 2000 había visos de la evolución de este fenómeno. Incluso la UCA
ofreció estudios sobre cómo esta violencia iba mutando y los políticos
estuvieron de espalda a esta realidad. Ni en los veinte años de gobierno del
partido ARENA ni en estos ocho del FMLN ha habido una estrategia sostenible de
una política pública o de Estado para abordar el fenómeno. En los dos últimos
gobiernos del FMLN sus acciones políticas en materia de seguridad pública han
sido un contrasentido. Y esto podría deberse a muchas causas. Una de ellas es la
falta de capacidad. Y no solo ellos, sino los distintos gobiernos de posguerra
que no pudieron encarar la violencia en sus múltiples dimensiones. Nunca
estuvieron interesados en entender ni pudieron dimensionar la magnitud de lo
que ahora estamos encarando. La inmediatez y el populismo de la derecha y de la
izquierda solo crearon medidas de corto plazo en una lógica electoral. En este
tema El Salvador solo ha tenido acciones aisladas, desarticuladas sin
sostenibilidad en el tiempo.
No quiero sonar pesimista, pero creo que ni mi generación ni la que viene
verá una solución a la violencia que existe en el país. ¿El Estado salvadoreño
perdió la batalla contra las pandillas?
Sin duda el Estado salvadoreño ha perdido la batalla
contra las pandillas. También ha perdido la batalla contra el crimen organizado
y contra la corrupción. Desde que el Estado ha sido coartado y penetrado a lo
largo de estos veinticinco años de posconflicto por estructuras que han estado
al servicio de intereses criminales, entonces no estamos en condiciones de ninguna
capacidad. Tenemos funcionarios que tienen vínculos con estructuras
delincuenciales. Tenemos funcionarios que utilizan su investidura y su poder
para traficar armas, para favorecer el narcotráfico y el contrabando. El país
ni siquiera ha iniciado una batalla seria, frontal contra la violencia, contra
la criminalidad, contra las pandillas y mucho menos con el crimen organizado.
El Estado salvadoreño en todo este tiempo ha estado permeado por poderes
oscuros.
¿Usted cree que las pandillas podrían definir las elecciones en El
Salvador?
Las pandillas ya definieron varias veces las elecciones en
El Salvador porque los políticos le han otorgado ese poder. Los políticos de
derecha y de izquierda no han tenido escrúpulos para negociar con los
pandilleros y [ese poder] ya no se lo van a poder quitar. Esto ha sido una
legitimación como actores políticos.
¿Y qué opina sobre las declaraciones de Donald Trump en las que afirma que
acabará con la MS-13?
La ignorancia de Trump es tal que este tipo de
afirmaciones se asemejan con la idea de que acabará con la migración poniendo
un muro. Sabemos bien que no solo la MS-13 crea terror en Estados Unidos y
la región. Hay otras pandillas ahí y en
el país. Al margen de eso, la MS-13 es una pandilla transnacional, entonces su
desarticulación tendría que ser transnacional que vaya más allá de la
persecución y del encarcelamiento. Si las condiciones para su gestación y reproducción
—esto se ha profundizado— en las comunidades no cesan, pues este fenómeno no va
acabar. Lo que está haciendo Trump es neutralizar momentáneamente lo que representa
cierta molestia social. El fenómeno de las pandillas se puede profundizar en
Centroamérica con las deportaciones. Estos miembros vendrán a sumarse a las
estructuras que ya existen. O vendrán a formar nuevas.
Usted que le toma el pulso a la ciudadanía: ¿los salvadoreños deben
resignarse a la existencia de las pandillas porque no van a desaparecer del
país?
En algunas comunidades ya se han creado mecanismos de
convivencia —entre comillas— porque están ahí y son parte de ellas. Las
pandillas han coartado, pero la ciudadanía frente a la ausencia de autoridades
del Estado ya ha naturalizado la convivencia con ellas y se han adaptado a sus
reglas, porque son la autoridad y el poder. Obviamente nadie debería asumir o
aceptar estas condiciones, pero desde la lógica de la sobrevivencia esto se ha
naturalizado.
Usted ya hizo una valoración sobre la posición que tuvo Medardo González
del FMLN —llama a sondeos de opinión instrumentos para la “guerra mediática”—
sobre su reciente encuesta en la que la población dice que no quiere que el
partido ARENA regrese al Ejecutivo, pero tampoco quiere que el FMLN siga en el
poder…
No creo que sea todo el sentir y el pensar del FMLN. Sí
me parece una falta de respeto que se hable en nombre de toda la militancia de
ese partido, porque sabemos que no todos sus militantes piensan de la misma
manera que su dirigencia. Yo creo que es una opinión de su secretario y de
algunos miembros de la cúpula, pero no creo que sea extensiva a todos sus simpatizantes.
Pero este señalamiento de la dirigencia es grave, porque esto demuestra la
ceguera de los liderazgos políticos frente a la realidad. Las encuestas son
opiniones de la gente y en ese sentido deberían tomarlas los que están
dirigiendo el país y los ámbitos claves de la vida nacional. No hacer esto es
despreciar a la gente y no escuchar y atender las demandas de la población. Que
no son nuevas, sino que se están acentuando. La realidad que vive la población
es dura y se ha complejizado a partir de la incapacidad de los sucesivos
gobiernos.
Pero Medardo González no es una voz en el desierto. Sus declaraciones
tienen repercusiones en los militantes y simpatizantes del FMLN…
Habría que matizar qué grado de legitimidad tienen estos
liderazgos hoy en día. Hay que evidenciar las fracturas y divisiones internas
de ambos partidos mayoritarios. Por eso creo que no todos sus liderazgos sean
el sentir y el pensar de sus militantes. Pero si así fuera, sería la
constatación de que no solo el FMLN, no solo su cúpula sino sus bases y su
militancia están de espaldas a la realidad y están queriendo tapar el sol con
un dedo. Además [llamar a sondeos de opinión como instrumentos para la “guerra
mediática”] es grave porque están difamando el trabajo de la UCA, porque es la
constatación de que son iguales o peores que el partido ARENA.
Esta entrevista vio la luz en la Revista Estrategia & Negocios de Centroamérica.
Fotografía cortesía del periódico digital ContraPunto.