Francisco Campos es una fotografía. A veces en blanco y
negro. Otras a color. Lleva por crucifijo una cámara colgada en el cuello.
Siempre. Es breve, casi fugaz. Solo necesita unos segundos para congelar una
escena y hacerla inmortal. Su vida está dividida entre la guerra civil de El
Salvador y la idiosincrasia de lo cotidiano que pervive en el siglo XXI.
Es sigiloso como un barco fantasma. Estoico, paciente. No
roba foco, pero sí hurta lo mejor de lo que se le pone frente a su lente.
Impávido, no deja que la acción de los hechos lo afecte. Eso es nocivo para
quien se coloca detrás de una cámara.
Sus colegas afirman que nunca se afligió ni corrió para
capturar un acontecimiento. De hecho: él no se mueve. Observa, conjuga los
elementos, dispara y se va. El resultado para el siguiente día —en muchas
ocasiones— es una portada que desbanca a otros medios de información que
cubrieron el mismo suceso.
Francisco Campos roza las casi cuatro décadas de
fotoperiodismo. Lo que empezó como una curiosidad terminó convirtiéndolo en uno
de los reporteros gráficos importantes de El Salvador. Su archivo va desde
masacres, enfrentamientos entre guerrilleros y cuerpos de seguridad del Estado,
operativos, rescates, personajes históricos de Latinoamérica hasta anónimos de
la urbe como borrachos, prostitutas, drogadictos, la comunidad homosexual,
vagabundos, payasos, obreros, comerciantes. Seres de la periferia a los que la
vida no les sonríe o que la sociedad desprecia.
Hijo de una madre soltera y de un padre alcohólico,
Francisco Javier Campos Sosa nació en 1954. Vive donde nació: Mejicanos. Ese ha
sido su hábitat. Siempre. Es el mayor de tres hermanas: Violeta, Miriam y Rosa.
Desde pequeño comenzó a trabajar. Y su primera experiencia laboral se forjó al
lado de quien lo trajo al mundo. A falta de bonanza económica, la madre le dio
el mejor de los afectos con una buena cuota de libertad. La génesis de su itinerario fotográfico está
—precisamente— en ese suburbio del que se niega a salir.
El
costurero hacedor de pan
De pequeño Francisco Campos no tenía ni la más remota
idea de lo que quería hacer con su existencia. Su referente sobre los caminos
de la vida era Berta Sosa (madre). Con ella supo que tenía que encontrar
trabajo lo más rápido posible, porque sus hermanas tenían que estudiar y eso no
se pagaba solo.
“Mi madre era costurera. Hacía cuturinas y empecé a
ayudarle. Aprendí todo el oficio de la costura, menos a bordar. Cuando ella se
quedó sin sus dos ayudantas, yo pasé a ser su auxiliar”.
— La sociedad salvadoreña es machista. ¿No se burlaban de
usted por ser costurero?
— Nunca nadie me molestó por eso. Quizás porque mis
cheros no sabían. O porque me miraban pícaro… Recuerdo que una vez una señora a
la que le íbamos a dejar cuturinas bromeó conmigo. Siempre bromeábamos. Una vez
me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que sí. Me preguntó si tenía
novia y le dije que sí. A ella le sorprendió que siendo costurero no fuera
maricón. Así me lo dijo.
La picardía es cierta. Es verdad que vendía las
cuturinas, pero no iba hacia los clientes de su madre. Iba a otros negocios,
vendía más caro y mataba dos pájaros de un tiro. No robó, nada más se quedaba
con los excedentes de su comercialización clandestina. Por supuesto: lo descubrieron.
Vecino nuevo, oficio por estrenar. Francisco Campos
aprendió a hacer pan. Hacía, vendía, distribuía y se ganaba 75 centavos de colón
en la panadería El Niño Dios. Del fracaso de la cocción hacía otra venta en los
mercados. Los comerciantes hacían budín con aquellos mendrugos tostados.
A pesar de que la economía del hogar necesitaba de la
contribución de Francisco Campos, este nunca quebrantó la ley de oro que su
madre estableció en el hogar: estudiar. La educación era lo primero.
Francisco Campos no sabía qué era más importante: si
saber ganarse el pan o saber defenderlo. Hizo ambas cosas. Admirador del
mexicano el Santo (El enmascarado de plata), la panadería se convirtió en un
centro de prácticas de lucha libre, porque no solo de pan vive el hombre. Luego
vinieron las películas de Wang Yu y la cereza en el pastel fue Bruce Lee. Los
jóvenes del vecindario querían ser como él y tirar diez patadas por segundo.
Contrataron a un maestro de artes marciales.
“Podíamos ser peligrosos con los golpes y las patadas”,
remembra Francisco Campos. De inocentes palomas pasaron a ser pendencieros.
Retaban a todo el mundo. Él no lo fue, dice. Que lo suyo siempre fue ser
tranquilo. Llegó a ser cinturón verde. Y de la mano de eso apareció otro
negocio: enseñar lo que sabía al resto de adolescentes del suburbio.
La
primera captura
A la edad de ocho o nueve años, Francisco Campos acompañaba a su abuela. Era de noche. Iban hacia el centro del
municipio de Mejicanos desde la Colonia España. De pronto apareció un hombre y
lo tomó del brazo. Ya lo conocía, porque antes le había vendido tasas de china
—una vecina ponía de vendedor a Francisco Campos y lo mandaba a vender esos
utensilios— y se lo llevó al puesto de la temida Guardia Nacional. Ahí lo acusó
de haberle robado una radio de transmisores. La abuela lo dejó ahí y se fue a
buscar a la mamá de Francisco Campos.
El niño fue conducido a una segunda planta del edificio
donde quedó recluido. Era una habitación de interrogatorios. En la mesa únicamente había un foco. Un
oficial se sentó frente a él:
— ¿Qué hiciste con el radio?
— Yo no he robado nada.
— ¿Qué hiciste con el radio?
— ¡Qué ya le dije que yo no he robado nada!
El interrogador se cansó de la respuesta de Francisco
Campos y le puso el foco en la mano.
“Fue como la quemadura de un cigarro. Aun así insistí que
yo no había robado nada”.
El interrogador se levantó y regresó con una especie de
capucha. Se la colocó a Francisco Campos y apretó hasta llevarlo a la frontera
de la asfixia. Aquello se repitió tres
veces. Entonces no tuvo más opción que
mentir ante su verdugo y decir que la había vendido a Hilario (esposo de la
hermana de la abuela de Francisco Campos)
Francisco Campos
fue a dar a la Policía Municipal de Mejicanos. Pasa una temporada de
tres días. Y claro: también llevaron preso a Hilario.
“Nunca me reclamó. Nunca me regañó. Nunca me condenó.
Nunca me repochó nada. Más bien, yo recuerdo que iba a platicar a la bartolina
con él”.
Un abogado familiar y lejano tramitó la liberación de los
“culpables”.
“Algún tiempo después supe que la hija del hombre que me
entregó a la Guardia Nacional le había prestado el radio a su novio. Por mucho
tiempo me quedó la marca de la quemada del foco en el dorso de la mano”.
La
fábrica del aburrimiento
Un puesto en una fábrica de industrias metálicas fue el
primer trabajo formal —como Dios manda— que tuvo el ahora fotoperiodista tras
terminar su bachillerato comercial. Era la mitad de la década de 1970. El
primer día lo utilizaron de mecapalero moderno. Tenía que mover chatarra tras
chatarra. Quince días después lo trasladaron a una bodega. Ahí tenía que hacer
algo tan sencillo como descabellado: llenar un barril con distintos tipos de
tornillos.
“Aquí va a ser más suave”, pensó Francisco Campos.
Pero se dio cuenta de que lo suave es aburrido. Y esa es
su naturaleza: no estar quieto. Ir tras algo. Siempre.
De aquella rutina metálica salió el brillo de una buena
estrella:
— ¡Hey, vení!
— Ajá…
— ¿Vos sos bachiller, veá?
— Sí, ajá.
— ¿Vos querías un trabajo de oficina, veá?
— Sí, ajá.
— Andá a hablar con el ingeniero Pérez en la planta tres.
— Ahorita mismo voy…
— Nombe, andá bañate y cambiate.
“Puta, mano. A saber en qué fachas andaba”, exclama
Francisco Campos.
Bastó una entrevista para que se convirtiera en auxiliar
de control de producción, ingeniería y productos nuevos. Ese fue su nuevo
cargo. De un puesto raso pasó a rozar el Olimpo: se hizo amigo de los
supervisores y otras jefaturas. Tuvo secretaria y dos asistentes por falta de
uno. También un sueldo generoso. Pero la buena estrella se iba opacando. A
Francisco Campos le exigieron una certificación universitaria como ingeniero
industrial. Hizo el intento. Fue a la Universidad de El Salvador, pero ya era
demasiado tarde. En 1979 se dio cuenta de que eso de estar detrás de un
escritorio era un bostezo insoportable de sobrellevar todos los días. Renunció.
Y así empezó una filosofía de vida que prescindía de buenas sumas de dinero,
pero no exenta de aventura, adrenalina y aprendizaje.
A pesar de los vaivenes laborales, la fotografía estuvo
con Francisco Campos. Siempre. En la fábrica hacía “fotitos” —como él dice— y
todo gracias a que sus amigos del barrio en vez de navaja en mano andaban una
cámara fotográfica. Y uno de ellos era parte de Diario El Mundo. El culpable de
aquel empujón profesional se llama Salvador Soto.
“Ese cabrón me metía al laboratorio y me decía que me
comprara una cámara. Así me fui empilando”.
Cambió de oficio cuando se avecinaba una década
sangrienta y oscura para El Salvador. En la mente de Francisco Campos ya
rondaba la idea de que el país no iba por el mejor de los senderos. Y a su
manera quería ser testigo de las vísperas del horror.
El
bien no necesita de Dios, sí de periodistas
En el alba de 1980, la fábrica en la que trabajaba
Francisco Campos le resultó más aburrida que el despacho de un abogado
jubilado. Decidió que iría por acción. Quiso sentirse activo y útil. Vivo. Una
de sus hermanas —Miriam, la menor de los Campos— le avisó que en Comandos de
Salvamento de El Salvador necesitaban voluntarios. Se alistó. Aquel paso no
solo le quitó la venda de los ojos, también le abrió la puerta del
fotoperiodismo. Se hizo reportero gráfico de guerra. No lo sabía. También
ignoraba que sus fotografías iban a parar a las redacciones de Diario El Mundo
y El Diario de Hoy. Ese fue su primer contacto indirecto con el periodismo.
Entre la acción y la cámara se convirtió en socorrista.
Aprendió primeros auxilios. Claro: empíricamente. No había ni cursos ni guantes
sanitarios. Entre él y sus compañeros parecían un grupo de rehabilitación
intercambiando experiencias e ideas. Buscaban nuevas formas de seguir adelante
con sus buenas intenciones de socorrer y salvar vidas.
“Aprendíamos y hacíamos las cosas a pura verga”,
confiesa.
En esa rusticidad atendió heridos, partos, suturas
quirúrgicas. De hecho: hay una fotografía en la que Francisco Campos atiende un
alumbramiento. Por supuesto: en los tiempos que ahora corren él es examinado en
una actitud de irresponsabilidad absoluta por no usar guantes. Ni se protegía
él ni al niño. Pero eso de antaño ha cambiado radicalmente en el hoy.
Así como unos nacieron en las manos de Francisco Campos,
otros murieron.
A El Salvador llegó una delegación de periodistas
japoneses que querían documentar la violencia del país. Se instalaron en la
base de Comandos de Salvamento. Tan mala suerte traían que no había ocurrido
nada en el territorio. Pero una voz salió del radiotransmisor y decía que había
ocurrido un tiroteo en el nunca bien nombrado Soyapango. Los asiáticos dieron
gracias a sus dioses porque tenían material para sus intenciones y se subieron
a una ambulancia. Y en efecto: en la escena había dos hombres. Uno más grave
que el otro. Uno de ellos tenía síntomas de ahogamiento. Francisco Campos subió
primero en la ambulancia, introdujo al moribundo y se lo acostó sobre su pecho.
Empezó a limpiarle la boca y la nariz, pero la hemorragia no cesaba. Continuó
limpiándole la cara y en ese momento palpó un hoyuelo a la altura del mentón.
“Esa persona vivía, pero con muerte cerebral. La bala
entró por la mandíbula y salió detrás de su cabeza. De pronto se me murió en
los brazos”.
— Usted está en un terreno muy delicado, porque debe
cumplir con su deber como fotoperiodista y como miembro de un organismo que
socorre y salva vidas. En momentos así, ¿qué hace? ¿Toma la fotografía o
primero ayuda?
— Hago las dos cosas. Lo que le recomiendo a los
fotoperiodistas —y más a aquellos que están bajo mi mando— es que tomen la
fotografía, porque para eso están. No están para ayudar. Eso es para los
profesionales. Pero si tenemos la oportunidad de ayudar, entonces tenemos que
hacerlo. Desde hace décadas las cámaras buenas disparan hasta ocho cuadros por
segundo. O sea: en cinco segundos usted hace la fotografía que necesita y luego
se dedica a ayudar. En una emergencia un fotoperiodista no se va a poner a
componer la luz, la velocidad, etc. Esa frase de que pude haber ayudado y no lo
hice, pues no existe. Ayudar nunca debería ser un dilema. Lo que no cuenta es
tomar la fotografía, hacerse el desentendido e irse y no ayudar. Es un pecado
huir de lugar sin echar la mano. Yo no acepto excusas. Yo siempre ando
pastillas para el dolor de cabeza, alcohol, gasas. Y esto no son actos de magia
ni una gran cuestión de solidaridad, pero es una ayuda para la gente. Y no
importa si es el asesino, el pandillero. No hay distingo alguno.
Un año y medio duró Francisco Campos como socorrista. Se
entregó a la fotografía y pasó a ser el fotógrafo oficial de Comandos de
Salvamento y asesor de comunicaciones de ese movimiento humanitario. No se
cuelga ningún distintivo de la entidad de socorro. Se considera un voluntario y
un colaborador en comunicaciones y en asuntos administrativos. ¿La razón?
“Es un compromiso andar un emblema. Si hay un herido y me
ven con la camisa y si yo no respondo o respondo mal, pues traiciono a la
institución. Para esos casos hay que estar muy preparados”.
La sombra de la religión y de Dios no figuró en la vida
de Francisco Campos, pero sigue una tradición que le endosó su madre: tener una
imagen de San Judas Tadeo (apóstol de las causas perdidas).
“Yo soy ateo. No creo que haya algo más allá después de
morir. Solo gusanos. Eso sí”.
Según él, esta idea le ha dado libertad:
“A través de los Comandos de Salvamento he encontrado que
lo mejor que se puede hacer en la vida es servir al prójimo”.
Paradójico. Este colectivo humanitario tiene una oración:
"Señor: ayúdame a servir a mi prójimo con toda mi
voluntad. Enséñame a aliviar el dolor de mis semejantes. Señálame el buen camino
frente al peligro. Concédeme a cumplir con humildad la misión que
voluntariamente he abrazado. Amén".
La plegaria está inspirada en el Movimiento Scout. Los
Comandos de Salvamento necesitaban una disciplina. Y quizás lo más serio que
existe en este colectivo es su oración que abraza una filosofía de socorrer al
prójimo en cualquier circunstancia de vulnerabilidad. La idea salió en 1982 de
un incrédulo: Francisco Campos.
A medida que los Comandos de Salvamento registraban
—gracias a su fotógrafo— la violencia de la guerra, los medios de comunicación
se acercaban más a la institución para pedir las fotografías de hechos y
lugares a los que los periodistas no podían llegar. Aquí se abrió una puerta:
“Busqué a mi amigo que me enseñó fotografía, Salvador Soto
y me fui a Diario El Mundo recomendado por él”.
En el periódico encontró la acción que andaba buscando,
“porque necesitaban gente joven que se fuera a meter a las marchas. Los
fotoperiodistas viejos no querían ir. Ya estaban acomodados”. Pero más que una
vocación, lo que sentía Francisco Campos era el llamado de la aventura. Le
gustaba la sensación de la euforia azuzándole el corazón y el cerebro.
El ya fotoperiodista regresó a la Universidad de El
Salvador. Esta vez se inscribió en la carrera de periodismo. Necesitaba darle
sentido profesional a la fotografía que hacía. Pero entre el periódico y
Comandos de Salvamento aquello quedó a medio camino. Además, no era bien visto
por trabajar en un medio de comunicación. Era tan fácil acusarlo de infiltrado.
Incluso el expresidente de El Salvador, Elías Antonio Saca fue su compañero. Él
también se fue. Pero el poco recorrido que hizo en aquellas cátedras le sirvió
para aprender ciertas lecciones.
La primera de ellas fue ser más crítico con su propio
trabajo, la segunda a ser receptivo con la experiencia de sus maestros de aula.
Y la tercera tiene que ver con la ética:
Francisco Campos empezó a llevar los comunicados que la
insurgencia dejaba en restaurantes o establecimientos del centro de San
Salvador. Los guerrilleros llamaban a la redacción e indicaban dónde dejaban
sus misivas. En ese ir y venir logró tener contacto visual y verbal con los
rebeldes.
“En los tiempos que yo estuve en Diario El Mundo no era
prohibido recibir regalos de la Fuerza Armada o de la empresa privada, pero a
mí la universidad me salvó de eso, porque me despertó la conciencia del
verdadero periodista”.
Y en pueblo chico, infierno grande. Uno de los líderes
del movimiento insurgente Clara Elizabeth Ramírez conocía a Francisco Campos. Y
él también lo reconoció en aquel encuentro en el que tuvo que recoger otro
comunicado. Ambos vivían en el mismo vecindario.
— ¿Te podemos mandar a vos directamente los comunicados?,
le preguntó el guerrillero al fotoperiodista.
— No. Seguí enviándolos por la vía que los mandás, zanjó
Francisco Campos.
— Nos podés acompañar a los operativos que realizamos.
— Estoy interesado. No en un operativo, sino en un
patrullaje que ustedes hagan. No estoy interesado en ser testigo de cómo matan
a alguien.
Y así fue: el fotoperiodista acompañó a los comandos
urbanos a dar una vuelta por San Salvador. No tomó ninguna fotografía. Ese era
el trato. El acercamiento de los insurgentes tenía un objetivo: obsequiarle un
equipo fotográfico muy bien equipado. Él se rehusó una y otra vez.
Miembros de la facción Clara Elizabeth Ramírez cayeron en
las manos del ejército. Les requisaron todo. El equipo de comunicaciones del
verde olivo hizo llegar a las redacciones del país información y fotografías de
lo incautado. Junto a las armas estaba el equipo fotográfico que los
insurgentes le habían ofrecido a Francisco Campos.
“No sé qué habría sido de mí si hubiese aceptado esa
cámara”, reflexiona en voz alta el fotoperiodista.
El banco fotográfico de Diario El Mundo fue voluminoso.
Desde 1980 hasta 1986 existía una cronología gráfica de la guerra y su
recrudecimiento a través del tiempo. Pero eso se perdió cuando el periódico
pasó a otras instalaciones. El trabajo de Francisco Campos de aquella época se
esfumó.
Una
temporada en el infierno
A la redacción de Diario El Mundo entró una llamada. Era
para Francisco Campos. Un comando urbano necesitaba de su ayuda. Tenía a un
herido de bala.
— Mirá, vos sos de los Comandos de Salvamento. Ayudanos.
Te vamos a entregar al compañero en el Parque Infantil.
Y así fue.
El fotoperiodista y otros entendidos en medicina se
llevaron al guerrillero hacia una casa. Ahí le dieron toda la atención
necesaria. Lo estabilizaron y lo entregaron de nuevo a sus compañeros de armas.
Por supuesto que Francisco Campos quedó satisfecho de haber salvado una vida.
Pero sin saber, él le había hecho un giño a la muerte.
Un año después de aquel gesto altruista, al
fotoperiodista le llegó un mensaje que lo mantendría en vela, eléctrico,
ansioso y paranoico:
“La Policía de Hacienda te anda buscando y te van a dar
jaque”, le advirtió un compañero del periódico a Francisco Campos. Pero pasó
más de un mes y nada había sucedido.
Un día el fotoperiodista se dirigía hacia su trabajo. Iba
en su moto Vespa. Avistó una camioneta blanca en su vecindario. Aquello le
pareció extraño, pero no lo asustó. En un parpadeo aquel vehículo se atravesó
en su camino y de ahí se bajaron hombres encapuchados y con fusiles en mano y a
puntapiés los introdujeron en el automotor y le pusieron una toalla en la cara.
Dieron tantas vueltas y vueltas que el secuestrado perdió la noción del tiempo.
De pronto el motor se apagó frente a un portón: era el de la Policía de
Hacienda.
— ¿Ya lo traen?, preguntó una voz desde las instalaciones
de aquella temida policía.
— Sí, aquí viene, respondió uno de los encapuchados.
— ¿Y la moto?
— Allá quedó.
— ¡Vayan por esa mierda! ¿No ven que ahí están las
cámaras? ¡Pendejos!
A Francisco Campos le colocaron una capucha y fue llevado
a un sótano dentro de la Policía de Hacienda. Ahí lo desnudaron y luego lo
llevaron a una sala de interrogatorios. Lo acusaron de ser terrorista y
asesino. Lo ficharon, le hicieron un par de fotografías y pasó a una celda. De
nuevo fue llevado a una sala de interrogatorios ante un oficial que tenía un
periódico bajo el brazo. Francisco Campos logró ver que su fotografía estaba
ahí.
“Ah, ya salí en Diario El Mundo. Estos cabrones ya no me
van a poder matar”, rumió Francisco Campos en sus adentros.
El oficial era de apellido Cartagena. Quería que el
fotoperiodista firmara documentos en los que aparecían nombres de gente que él
conocía y que también era acusada de ser terrorista. Él se negó. Pero sí aceptó
que llevaba comunicados de los insurgentes a su jefe de redacción. También que socorrió a un guerrillero.
“A pesar del terror que vivía, pude dominar aquella
situación. Ahí era espeluznante. Escuchaba los gritos y los gemidos de la gente
que torturaban y golpeaban”.
Ocho días duró el encierro del fotoperiodista. El capitán
Cartagena lo visitaba en su celda. Le decía que lo mandaría con verdaderos
artistas del tormento.
“Nunca me mandó, pero yo tenía mucho miedo.
Psicológicamente me hicieron mierda”.
El miembro de la
Junta Directiva de Comandos de Salvamento, Efraín Méndez Solís —amigo y
compañero de Francisco Campos— da testimonio de aquel momento:
“Yo fui a hablar con
el director de la Policía de Hacienda. Dijo que todo se trataba de una
investigación. Dijo que era una persona muy inteligente y que iba a llegar muy
lejos en periodismo. Pero en el fondo lo querían involucrar con la guerrilla
por haber atendido a uno de ellos. Decían que tenía relación con los comandos
urbanos”.
Un día llegó un policía y le entregó su ropa. Le ordenó
que se vistiera inmediatamente. En aquel lúgubre recinto de silencio hostil y
oscuro pensó que su fin había llegado. Esperó y esperó y esperó hasta que
volvió a perder la noción del tiempo. Para él ya era de noche. El mismo policía
volvió con una nueva orden: quitarse la ropa y ponerse otra que estaba limpia y
planchada. El corazón daba cabriolas en
el pecho de Francisco Campos. Sabía que su familia estaba en la Policía de
Hacienda.
“Vaya: a la mierda de aquí”, le dijo un oficial al
detenido.
No siempre hay luz al final del túnel, pero Francisco
Campos se encontró a la prensa local e internacional tras recorrer los pasillos
de aquella delegación policial.
“Eran las 9:30 de la mañana y la luz del sol me dejó
ciego”, recuerda el fotoperiodista. Fue
entregado a la Asociación de Periodistas de El Salvador y a la prensa extranjera. Claro: después de
que los oficiales dieron una conferencia.
“Los cuerpos de seguridad del Estado somos profesionales.
Hemos investigado bien y no hemos encontrado méritos para que Francisco Javier
Campos Sosa siga detenido. Lo entregamos sabiendo que este profesional tiene un
gran futuro en el periodismo”. Esas fueron las últimas palabras que Francisco
Campos escuchó del capitán Cartagena. No las creyó, pero tampoco creía el hecho
de haber salido vivo de un recinto de torturas del que nadie sobrevivía para
contarlo.
La
Agencia Francesa de Prensa
Era 1986. Otro fotoperiodista de guerra le pidió apoyo a
Francisco Campos. Era su maestro de la Universidad de El Salvador: Iván
Montecinos. Él representaba al país ante la Agencia Francesa de Prensa y era
uno de los periodistas que había recibido formación académica en su área.
Iván Montecinos fue de los primeros fotoperiodistas que
cubrió el conflicto armado de El Salvador. Año tras años fue testigo de la
violencia del país. Tras el cese al fuego se retiró y se ha dedicado a escribir
aquel tiempo de locura. Tiene un libro llamado “No hay guerra que dure cien
años”.
Domingo por la mañana, 1990. Un
par de golpes fuertes despiertan a Francisco Campos. Es una colega extranjera
tocando a su puerta. Le informa que en Guancorita (Chalatenango) ha habido una
masacre. Le dice que vayan juntos a cubrir el hecho. Se suben en el vehículo de
su colega y se van hacia su destino. En el camino piensan en los retenes de los
militares. Era seguro que no los dejarían pasar. Y así fue. Entonces ambos
deciden hablar con el obispo de la catedral de Chalatenango. Este ya sabía de
los asesinatos. Tenía sus propios reportes. El plan del religioso fue endosarles
un sacerdote a los fotoperiodistas.
“Ese padre tenía cara de muy pocos amigos”, recuerda
Francisco Campos. En ese momento ambos se convirtieron en religiosos: él en
capellán y ella en hermana. Así pasaron
los retenes. En Guancorita hicieron las fotografías. Lo que registraron fue el
asesinato de jóvenes, mujeres y niños. Cuerpos hechos jirones por un
helicóptero de la Fuerza Área que arrasó con los miembros de la comunidad.
Francisco Campos evoca aquel momento con cierta humedad
en sus ojos y con una voz oscilante, pero que alcanza a estabilizar. Aquel
hombre con cara de pocos amigos tuvo en gesto que conmovió al fotoperiodista:
reunió a los sobrevivientes e hizo una oración por el alma de aquellas personas
a las que les fue arrebatada la vida.
Ni
de aquí ni de allá
Francisco Campos también tuvo inquietudes
políticas-partidarias. Simpatizó con el concepto que esgrimía el Partido
Demócrata Cristiano. Vio en José Napoleón Duarte a un líder. Incluso afirma que
en su época de alcalde fue muy querido por la población. Y no escatima energías
para aseverar que el primer presidente de la paz no fue el derechista Alfredo
Cristiani, sino Duarte. Pero esta incursión fue tan abreviada que se puede
contar con los dedos de la mano su asistencia a los mítines del partido verde.
Pero el acceso que tuvo a los escenarios guerrilleros
hizo pensar a más de alguno que el fotoperiodista era simpatizante de la
insurgencia. Incluso en la actualidad se cree que él tira para la izquierda. Él
lo niega. Admite que tiene amigos en el FMLN, pero del histórico, es decir: de
la gente que peleó la guerra. Del FMLN partidario tiene conocidos. No esconde
que tiene “grandes amigos en Arena”. Lo cierto es que esa fama de simpatizante
de los rojos lo sigue. De hecho cuenta que Cecilia Gallardo de Cano (fue gerente
de redacción de La Prensa Gráfica. Francisco Campos entró a trabajar a ese
periódico en 1995) le decía: “Mirá, vení. Vos que sos guerrillero…”. Él cree
que esa impresión que tuvieron acerca de su vida influyó en el medio para que
prescindieran de él. Pero para dejar claro su argumento, da un ejemplo:
“Dejé La Prensa Gráfica el día 1 de junio de 2009. El
mismo día que tomó posesión Mauricio Funes como presidente de El Salvador. Su
jefe de prensa fue un cabrón que fue compañero mío: David Rivas. El estuvo
conmigo en la Agencia Francesa de Prensa. Pasaron los cinco años de Funes y yo
pasé sin empleo. Si yo hubiese sido del FMLN, ¿no cree que me habrían dado
trabajo? A mí la izquierda nunca me ha dado de comer. Nunca. Los medios a los
que llaman de derecha me han dado trabajo, pero ese trabajo que me han dado lo
he recompensado con un trabajo de calidad. O sea: tampoco le debo nada a la
derecha”.
— ¿Se iría a trabajar con un partido político, un
gobierno o la empresa privada?
— Yo tengo claro que soy fotoperiodista. Todavía me
emociono cuando una de mis fotografías es una portada. No me iría a otro lado
que no fuera el periodismo. He renunciado a tantas cosas como editar un
periódico o ser jefe de fotografía de alguna
sección. Claro: en esos puestos pagan mejor, pero yo lo que quiero es andar en
la calle haciendo fotografías.
El
vuelo de la paz
Hubo un acontecimiento que dio la vuelta al mundo. Es del
día 16 de enero de 1992. Esa fecha le puso punto final a la guerra de El
Salvador (1980 - 1992). También hubo una fotografía que surgió de un accidente.
La agencia internacional en la que trabajaba Francisco Campos le solicitó que
cubriera la celebración del cese al fuego en San Salvador. La guerrilla y los
sectores populares decidieron festejar en la Plaza Cívica. El fotoperiodista
llegó a tempranas horas a cubrir el magno evento. Terminó temprano y se fue a
revelar su rollo fotográfico. Pero en el proceso cometió un grave error al usar
incorrectamente los químicos. En un santiamén todo se había echado a perder.
Salió hacia los festejos, se abrió paso entre la muchedumbre y sin darse cuenta
estaba arriba del escenario donde comandantes guerrilleros hacían pública su
identidad. Unas mujeres vestidas de blanco bailaban. A un costado había unos
canastos que hacían de jaula y retenían un par de palomas. Francisco Campos se
puso al acecho.
“Aquí está la foto”, se dijo. Y disparó.
— Seamos autocríticos. ¿Qué mejoraría de esa fotografía?
— Esa fotografía para mí no llena las expectativas. Me
hubiera gustado que esa misma escena hubiera tenido más vida: que la gente
hubiese levantado todas las banderas, que la gente celebrara. Pero lo que se ve
es que todos están pasivos. Eso le resta a la fotografía. Pero tengo otras del
conflicto armado que me gustan más. No solo me quedo con esa de la paz. Por
ejemplo: en Mejicanos tomé a un padre con su hija acurrucados contra una puerta
de cortina. Están realmente asustados. Se ve el drama en sus ojos. Por esa me
dieron un premio interno de la Agencia Francesa de Prensa. Fue la segunda mejor
fotografía del mundo en 1989 en el contexto de la guerra de El Salvador. Tengo
otras fotografías que me traen muchos recuerdos. Quizás porque yo las tomé las
considero buenas. En la guerra hubo mucho dolor y luto. Retratar a tantos
muertos lo marca a uno.
— ¿Y cómo exorciza a sus demonios?
— Este trauma de tanta miseria y de tanto sufrimiento lo
he tratado de sobrellevar a través de los Comandos de Salvamento. Hacerle un
bien al prójimo me ayuda a combatir toda esa gama de violencia que viví y sigo
viviendo. Los Comandos de Salvamento son mi terapia. Es cierto que veo
violencia, pero también veo gente que lucha por la vida. He visto gente
trabajando ocho horas ininterrumpidas para rescatar cadáveres de un barranco.
Eso me inyecta fuerza emocional.
El
bajo mundo
“¿Y ahora qué putas hago?”, se increpó Francisco Campos.
Más de una década de guerra había quedado atrás. Lo único que revoloteaba en el
ambiente era una esperanza incierta. Preguntas a un destino vacío. Un año
arrastró la incertidumbre por los países de Centroamérica. Esa era la
encomienda de la agencia internacional: cubrir lo que sucedía en la región.
Pero aquello también acabó.
En 1995 el fotoperiodista fue fichado por La Prensa Gráfica.
La compilación de retratos de la urbe ya había empezado. Pero no fue una
filosofía profesional hasta que estuvo convencido de querer documentar la vida
en la ciudad. No le bastó y comenzó a registrar las tradiciones y costumbre de
los pueblos.
“Tengo registrada la idiosincrasia de El Salvador. Soy un
desordenado, pero guardo la esperanza de que algún día se siente algún editor a
ordenar todo mi trabajo gráfico”.
Pero ser un historiador visual cada vez es más difícil.
La nueva guerra de El Salvador protagonizada por las pandillas ha restado margen
de acción a todos sus ciudadanos. De esto no se salvan ni los periodistas. El
aliento de la muerte se siente en la nuca.
“En la guerra yo podía hacer mi trabajo. Sabía que ni la
guerrilla ni el ejército me iban a robar el equipo. Si voy a Soyapango en este
tiempo, pues sé que voy a salir sin nada. Y eso si me dejan vivo”, reconoce
Francisco Campos.
Un
delirio de alcohol
— No creo que la existencia de los seres humanos sea un
cordón de seda sin nudos. ¿Alguna vez ha tocado fondo en la vida?
— Sí, con el alcohol.
La última resaca de Francisco Campos fue hace ocho años.
No es que no quisiera seguir con su vendaval etílico, pero no había ni mecenas
ni dinero en la bolsa del pantalón. Empinarse el codo sin dinero no es su
filosofía.
“Para mí beber era gozar. Disfrutar de la vida, pero sin
la preocupación de que me iba a gastar el dinero de las facturas, de las
obligaciones”.
Sin empleo y sin plata, la embriaguez ya no le resultó
atractiva. Además, su hija se hacía adulta. Tener de testigo a un familiar en
una caída en espiral y sin frenos no era moralmente alentador.
“Mi resaca no fue de un día o de un mes. Fue de mucho
tiempo. Fue tan cabrón. Bebí sin parar como dos años. Pasé mis días de
recuperación a puro suero”.
La fiesta en el torrente sanguíneo de Francisco Campos
era de 24 horas. La bebida, le juerga y el sexo fueron la Santísima Trinidad
del fotoperiodista.
“Perdí tantas oportunidades en mi vida por beber. Me
dediqué a joder. Todo me valía”, se sincera ahora un abstemio Francisco Campos.
“Nunca lo vi borracho, pero sé que estaba anclado en la
botella”, dice una persona que trabajó con el fotoperiodista. Otra atestigua
con felicidad: “Él realmente siempre ha sido una persona bondadosa. Me alegra
mucho que haya vencido su alcoholismo. Él no se merecía terminar así”. Una más
recuerda sus días en actividad: “Se perdía literalmente. No sabíamos en qué
andaba, pero en algo estaba”. Y otro compañero de jarras y cabuyas reconoce que
“siempre íbamos a los mismos chupaderos y a los mismos puteríos. Cuando nos
volvíamos a encontrar no nos acordábamos de nada”.
Efraín Méndez Solís fue el socorro de Francisco Campos:
“Como yo era su amigo más cercano, pues a mí me tocaba
irlo a traer de una cantina y lo encerraba en una oficina. Esa época fue muy
difícil para él. Una vez me hablaron de La Prensa Gráfica para que lo fuera a
traer. Me dijeron: 'Vení a traer al viejo porque anda tomado. Lo pueden ver'.
Nosotros le decíamos que dejara ese vicio”.
Los Comandos de Salvamento (otra vez) han sido vitales en
la vida de Francisco Campos, porque lo tienen como una referencia. Sabe que no
puede dar un paso en falso. No tiene remilgos como los podría tener un miembro
de Alcohólicos Anónimos que se aleja de amigos y de lugares con los que tuvo un
vínculo de adicción. Él va a los mismos sitios y coincide con las mismas
mujeres que un día estuvieron en su parranda sin fin.
El fotoperiodista también fue anfitrión de propios y
extraños durante la guerra en El Salvador. Sirvió de guía turístico y tenía un
antro para cada paladar. La agencia en la que trabajaba le encomendó un
reportaje sobre la prostitución en el país. Por supuesto: el encargo tenía que
ver con la dura realidad de las trabajadoras sexuales y a ellas las encontraba
en el corazón de San Salvador. La expedición le hizo conocer a sus
protagonistas. De modelos pasaron a ser sus amigas. Este lazo todavía es
robusto décadas después. Evidentemente terminó de novio con una de ellas.
Tres años de casado y veinticuatro de divorciado. Al
echarle un ojo al camino recorrido, el amor en la vida de Francisco Campos es
una mueca socarrona.
“No sé. Siento que yo
ya no puedo enamorarme. Soy muy aburrido. Y hasta cierto punto soy exigente.
Cualquier cosita y me indispongo con cualquier persona. Otra cosa: yo hablo
bien poco. Quizás por eso fracasé con muchas parejas. No soy de pláticas
largas, paseos largos o conversaciones telefónicas largas. Yo soy del 'sí,
no. Pendientes'. Eso me limita con una mujer”, observa el
fotoperiodista con un tono condescendiente lejos de la amargura. De los besos
aprendió que si no están, se buscan:
“Todavía me doy mis escapadas a los lupanares”.
Distancia
focal variable
A Francisco Campos le llaman Chico. Las putas, Fran. Su
familia, Javier. Sus allegados dicen que no le conocen enemigo alguno. Siempre
cayó bien en cualquier circunstancia. Él exhorta en que no intenta caer bien.
Se considera a sí mismo una persona cuadrada. Difícil de asimilar.
¿Quién es Francisco Campos?
El fotógrafo. Eso
soñé y lo conseguí.
¿Qué le han enseñado todos estos años?
La lealtad hacia los amigos, las empresas y la comunidad.
En varias ocasiones le he oído hablar de la amistad. ¿Por
qué esa constante?
Yo soy bien chero. Cuando
uno da amistad cede confianza y uno crea valores que lo acercan a la otra
persona y cuando se falla en esos valores es posible que haya un rompimiento.
Yo no tengo enemigos, pero sí tengo la experiencia de amigos que me la hicieron
[traicionaron]. Y cuando uno no está acostumbrado a que a uno le hagan una mala
jugada se siente defraudado.
Usted me ha dicho que se
considera una persona fría, pero este tema creo que lo vulnera…
En cierto aspecto sí, porque
uno se llega a sentir traicionado.
¿Es usted homofóbico?
Fíjese que en los años de mi
juventud, antes de que apareciera el término, sí. Después… este…
¿Y cómo nació en usted ser
homofóbico?
No, es que… Para
empezar el término no existía ni era algo que alguien podría valorar: soy esto,
soy lo otro. Había tendencias que no eran aceptadas por la sociedad. Quizás
hasta 1980… Algunos aspectos que conocía relacionados con el tema es que en el
centro de San Salvador había homosexuales y los policías los garroteaban. Igual
con las prostitutas. Cuando los grupos se empezaron a organizar se descubrió
que sí había odio hacia las minorías.
Usted habla del valor
de la amistad. ¿Tiene amigos homosexuales?
Sí, tengo. Varios,
varios. Trabajé con alguien con el que tuvimos una relación laboral. Incluso se
casó.
¿Cuál es el bien más
preciado que tiene en su vida?
Mi hija. Es mi tesoro.
***
A distancia corta el fotoperiodista es impasible. Es frío
y él no lo niega. Solo la acción le inyecta éxtasis. Es como un tizón azuzado
por el viento. También ha sido víctima de su propio furor. Se ha acercado a las
escenas de violencia y ha invadido la intimidad de los otros en momentos de
fragilidad emocional y física. Echa mano de un teleobjetivo para no interferir
entre el luto de los dolientes y el tratamiento de las escenas de violencia.
Pero no siempre es así:
El día domingo 6 de agosto de 2017, la doctora Delis
Lisseth Ruiz Aparicio manejaba su vehículo en dirección hacia su trabajo. No se
sabe a ciencia cierta qué fue lo que pasó, pero en la carretera a Comalapa ella
se estrelló con un poste del tendido eléctrico. Murió al instante. Francisco Campos fue el primer periodista que
llegó al acontecimiento. Incluso antes que las autoridades del Estado. La zona
no estaba acordonada y el fotoperiodista tuvo libre acceso para hacer las
fotografías. Él no solo registró a la víctima, también captó la secuencia en la
que un familiar llega al lugar de la tragedia y entra al vehículo y zarandea el
cadáver en un afán de resucitarlo. Era su esposo.
Francisco Campos empezó a enviar el material al periódico
en el que trabaja en la actualidad: El Diario de Hoy. Se hicieron dos productos
editoriales: uno fue la noticia del hecho. La otra fue la secuencia en la que
aparece el familiar de la víctima aferrándose al cuerpo de su ser querido.
Ambas noticias —la del hecho y la secuencia gráfica— se publicaron en Internet.
Así comenzó un laúd de críticas hacia el medio. Los lectores se indignaron y
opinaron que se había violado la ética periodística y que se había pisoteado el
luto y la intimidad de los dolientes. Pero el follón no terminó ahí.
La Asociación Salvadoreña de Psiquiatría (satélite del
Colegio Médico de El Salvador) hizo un comunicado en el que externaba lo
siguiente:
"Consideramos que dichas imágenes no abonan al
carácter informativo y generador de opinión que un medio debe tener, sino que
fomentan el amarillismo y su objetivo es la viralización de contenidos con
otros fines en momentos de duelo donde debe prevalecer el respeto a las
personas en situaciones de dolor".
— ¿Cómo reconcilia el deber de tomar la fotografía con el
hecho de que tiene que respetar el dolor y luto ajeno?
— Fíjese que esa es una cuestión bien difícil de
trabajar. Este [dilema] se gana con experiencia. El hombre [esposo de la
víctima] llegó por el lado del pasajero y puso su frente sobre el carro. Esa
fotografía la hice con un teleobjetivo. Cuando vi que se iba a meter al
vehículo, cambié de lente. Puse un gran angular. Me cambié al lado del
motorista y en el momento de intimidad en el que él abraza a la señora, yo
disparé. Sabía que esa era la fotografía. Y sabía que solo podía permanecer ahí
de 10 a 15 segundos. Y yo creo que el hombre ni me vio.
La secuencia fotográfica fue retirada del sitio
electrónico del periódico donde trabaja Francisco Campos. Aunque fue él quien
tomó las fotografías, no estuvo en sus manos la decisión editorial de que hubiese
una cronología de los hechos posterior al accidente. No obstante, él se
mantiene firme:
“Son imágenes fuertes, pero llegué a la conclusión de que
es una advertencia para que los conductores manejen con precaución”.
— En nuestro primer
encuentro lo primero que hicimos fue ir a ver un muerto, hizo las fotografías y
las envió. Las críticas surgieron en un parpadeo. La presión digital obligó al
medio a borrarlas. ¿Reflexiona y es crítico con su propio trabajo?
— Seguido reflexiono
sobre mi trabajo, sobre las imágenes que yo tomo. Creo que algunas imágenes son
muy fuertes y no deberían ser expuestas. Ese es mi punto de vista como persona.
Las imágenes que muestran violencia y muerte explícita no deberían ser
expuestas, pero yo trabajo para un medio: uno moderado y el otro popular. A
este último es al que le gusta ver muertos. Si los periodistas tenemos la
oportunidad de educar con este material, entonces lo podemos hacer con
fotografías un poco diferentes, pero si el mercadeo le pide muertos para vender
el periódico [entonces hay que sacarlos] porque es un negocio, porque me han
dado empleo para que tome esas fotografías…
— ¿Usted no entra en
debate con su propia conciencia? ¿Pesa más su ética o los valores del mercado?
Y le digo esto porque usted trabaja en una institución humanitaria…
— Fíjese que… Yo
pienso que las fotografías deben ser tomadas, las imágenes deben ser
capturadas, porque llegará el tiempo en que todo este material va a servir para
futuros estudios de otras generaciones sobre este país. Esa es mi visión.
Ahora: no toda la responsabilidad cae en el fotoperiodista que las pasa a la
redacción para que un editor escoja y las publique, sino en la educación que
toda persona recibe. Eso quiere decir que si a usted lo educan desde su casa,
desde su escuela, entonces va a llegar el momento en el que usted va a decir:
“Esto [periódico popular] no lo leo yo”. Todo tiene su base en la educación.
Así es en todo. Si usted educa a su hijo, él no va a oír reguetón.
— Revirtamos los
papeles. Si el muerto que vimos hubiese sido un familiar suyo y usted llega a
la escena y un fotógrafo está capturando las imágenes, incluso, sin la zona
acordonada…
— Fíjese que su punto
es bien difícil. Realmente no sé qué pasaría. Quizás me haría el loco, porque
de tanto hacerlo yo, pues pensaría que la otra persona debe de hacerlo. Muchas
veces uno no está capacitado para responder ante situaciones en las que no se
ha encontrado. Pero después de haberme metido en tantos casos como esos, he
adquirido cierta experiencia.
— Y después de tantos
muertos, ¿cuál es su reflexión sobre la muerte?
— Cuando uno llega a
viejo, la muerte es una oportunidad de descansar. Los jóvenes, por ejemplo, no
tienen esa oportunidad. Mueren tan pronto. No hay porqué tener miedo.
— ¿Le teme a algo?
— Estar en la
pobreza, no tener un futuro. Algo así, tal vez. Me gustaría no vivir más de 70
años. Yo siento que la gente de la tercera edad es un estorbo. Por eso a mí me
gustaría morir con las botas puestas. Pasar el día y la noche, ¿para qué? Yo
siempre soy de expectativas: pasa una cosa y voy por otra. Me pasa en la
fotografía: pasa una asignación y voy por otra. Y si no tengo, pues tengo otras
cosas que hacer.
— Hemingway y Hunter
S. Thompson se suicidaron cuando ya no podían escribir, cuando ya no podían
hacer lo que los mantenía vivos. ¿Usted se quitaría la vida [si ya no pudiera
hacer fotografías]?
— Yo siento que sí.
Debería de haber una legalización de la eutanasia. Hay un momento en el que el
ser humano ya no quiere vivir.
***
No ha llorado tras la cámara, solo ha tenido nudos con
espinas en la garganta. Las lágrimas se vienen después con el recuerdo.
“Mire, se lo voy a contar. Hay un caso. Puta, siempre que
lo cuento…”
En Santa Cruz Michapa (departamento de Cuscatlán) mataron
a un vigilante cuando iba a su trabajo. La escena —ya acordonada por la
policía— estaba muy lejos del lente de Francisco Campos. Aun así hizo un par de
capturas del hecho. Luego —son los tiempos modernos— empezó a hacer un video.
Detrás de él surgió un lamento agudo e inconsolable. Eran tres niños llorando a
su padre. La cinta amarilla de los policías no los detuvo y corrieron hacia el
cadáver.
“Aquello era tan dramático, triste. Oír aquel llanto, ver
a esos niños hablándole a sus papá fue una onda bien cabrona…”
A Francisco Campos se le quiebra la voz. Sus ojos
tiemblan. Intenta reponerse, pero solo logra hacer silencio. Luego espeta algo:
“No sé cómo hice aquellas fotografías, no sé cómo hice
ese video”.
***
La filosofía de Francisco Campos es abreviada, sencilla.
En lo profesional sabe qué temas sí puede publicar y cuáles no. Se ubica. No
ignora para quién trabaja. Si una fotografía no ve la luz, espera, la guarda.
En algún momento surgirá un tema que necesitará un nuevo ángulo de apreciación.
Más que censura, lo que él cree es que ahora existe una ausencia de sagacidad y
de astucia por parte de los periodistas.
El eterno rival de Francisco Campos ha sido otro
fotoperiodista: Luis Galdámez. Esto lo afirma un colega de ambos. Pero ante
este tema, el miembro de Comandos de Salvamento desvirtúa la aseveración de su
compañero de oficio:
“No, no tengo rival. Solo tengo cheros que hacen muy
buenas fotografías. Muchos de mis amigos o fotoperiodistas que estuvieron bajo
mi mando ya me han superado en técnica y tal vez en calidad. Nunca he estado en
competencia con nadie”.
Al hurgar en su respuesta se vuelve contundente:
— Si en sus manos estuviera la potestad de entregar el
Premio Nacional de Cultura [máximo galardón que concede el Gobierno salvadoreño
en el ámbito sociocultural y que en 2017 está enfocado en la fotografía] a un
fotoperiodista, ¿a quién se lo daría?
— A Luis Galdámez. Él es el artista.
Entre los aspirantes a ganar el Premio Nacional de
Cultura 2017 están Iván Montecinos, Luis Galdámez y Francisco Campos. Esta
trinidad guarda una amistad cautelosa que el tiempo no ha sabido roer.
Es mejor desgastarse que oxidarse. Francisco Campos lo
sabe muy bien. Ha pasado por tanto que ha descubierto que en el infierno
también llueve sobre mojado. Y eso lo ha aprendido lo suficiente para definir
la vida. Anda un espejo emocional con lo que mide todo. Es un diálogo en el que
dice: “Yo pasé por aquí”. En su banco de fracasos y victorias tiene un lema:
“Campos le dicen”. Es su “meme” psicológico.
***
En la vida privada el fotoperiodista huye del mundanal
ruido guareciéndose en su archivo fotográfico y en la lectura. La televisión en
su hogar es un mueble en desuso. Cuando la soledad aprieta va en busca de sus
amigos. Sus mayores demonios son el no poder socorrer a alguien cuando lo
necesite. La sola idea lo atormenta. Los años le enseñaron que no es sensato
respirar por la herida, pero le gustaría borrar de su existencia a esa gente a
la que le dio su amistad sincera, y que finalmente se terminó aprovechando de su
gesto. De la felicidad dice que no es para él. Otros quizás la sientan, pero él
solo sabe que “haciendo lo correcto uno se puede sentir bien”. No se ve
jubilado, porque “cuando se trabaja en lo que se ama, se debe trabajar hasta el
último aliento”. Tiene alrededor de doce discípulos en fotografía. Y cómo no:
también sus Judas. Cuando tiene la necesidad de conspirar contra el tiempo se
va de la mano de Joaquín Sabina a épocas de bohemia donde el alcohol, las
mujeres y las risas eran lo único que importaban.
— ¿Todavía tiene
expectativas en su vida?
— Muchas. Todavía
puedo dar un par de años más bien entregados.
— Si pudiera cambiar
algo del pasado, ¿qué sería?
— Fíjese que yo hasta
de las cosas malas tengo buenos recuerdos. Yo bebí mucho —de eso casi no me
gusta hablar— pero cuando yo bebía, disfrutaba. Tuve problemas serios con
respecto a la bebida, pero también fue divertido. Es difícil querer dejarlo y
no poder. Es una cuestión seria y triste, pero es algo que a uno le gusta.
— Aunque le pagaran,
¿a quién nunca le tomaría una fotografía?
No sé. No creo que
haya una persona a la que no haya que tomarle una fotografía…
— Hasta el Diablo se
merece una…
— Yo creo que el Diablo es una buena persona.
La propaganda es lo que le ha hecho ser el malo. La maldad está en el ser
humano. En la Biblia prácticamente no ha matado a nadie. No ha hecho un
diluvio, no ha quemado Sodoma y Gomorra. O sea: el que ha hecho todo es Dios. Y
él es el bueno. Puta, al revés.
— ¿De quién le
hubiese gustado ser el fotógrafo [oficial]?
— De Marilyn Monroe
me hubiese gustado ser el fotógrafo. Ella tiene algo angelical.
— ¿Cuál es su fotografía ideal?
— No la he tomado todavía. Tengo tiempo. Puede ser en un
segundo, unos minutos. Un año.
— Cuando finalmente apague su cámara, ¿qué quiere que
diga su epitafio?
— Campos, le decían.
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