Errante.
Ibas de aquí para allá. Caminabas y caminabas. Sin horizonte ni dirección. Y
una vez las viste. Las contemplaste. Ahí estaban: piedras milenarias que a
fuerza de lluvias y correntadas echaban a rodar hasta llegar a la ciudad. No
sabés si las buscaste o ellas te encontraron a vos. Lo cierto es que ante ellas
te acurrucabas, les pasabas las manos por su superficie y muy quedito les
preguntabas: ¿Qué quieren ser?
Y
ellas te decían en polifonía: quiero ser un torso, un rostro, un ojo, una cara.
Un círculo. Y vos obedecías.
Naciste
en 1990, Mario López Vega. Viniste al mundo en una época en que tu país estaba
cerca de salir de una guerra de más de una década. Pero vos entraste a otra.
Una que no tiene nada que envidiarle a la barbarie de antaño. Los medios de
comunicación han hablado mucho de tu Panchimalco. Han hablado muy mal de él,
pero son pocos los que saben que ahí hay una cuna de artistas.
Tu
hogar es sencillo. La vida familiar ha sido cuesta arriba, pero los tuyos
siempre han estado ahí para ayudarte y espolearte.
En
2005 llegaste a la Casa Taller Encuentro en tu querido Panchimalco. Pero fue
hasta 2009 que decidiste incursionar en la escultura. Empezaste a tallar la
piedra. Empezaste a aprender la mudez de las rocas. Cincel y almádana fueron
tus herramientas.
“De
aquí nadie me mueve”, dijiste para tus adentros con convicción.
Y
reconociste: "La piedra es un ser viviente como yo. Hablo con ellas. No
con palabras, sino con el lenguaje del espíritu, del alma. Voy por ellas al
río. Observo sus texturas, sus formas. Las veo por largo tiempo hasta que logro
mirar qué hay dentro de ellas".
Al principio le tenías tanto miedo al martillo y al cincel. Pero un soplo de tus raíces
indígenas te alcanzó y te susurró: “Sé sagaz, no fuerte”. Entendiste que la
fuerza es emocional y espiritual. Nunca física.
También
fuiste soberbio, terco. Petulante. Una vez quisiste esculpir por esculpir y
obviaste hablar con aquella piedra de río. Sólo lograste que se quebrara y
echaste a perder todo. Pero aprendiste la lección. Creció en vos el deseo
benévolo de seguir tallando rocas. Tu afán se expandió y no tuvo límites. La
emoción te hizo —sin querer— retar al destino:
"No
sé en qué momento va a ser, pero antes de morirme tengo que hacer algo monumental.
Gigantesco. Grandísimo. Y tiene que ser en piedra".
Fuiste
a Rusia en 2015. También a Francia y Holanda. Otro mundo te esperaba: la
escultura en cerámica. Y te funcionó porque ya no sos el mismo a la hora de
crear tu obra.
¿Todo
esto ha servido de algo? A veces decís que sí. Otras que no.
Y
se entiende: has expuesto en lugares envidiables, pero llegan los mismos de
siempre. Medís la senda que has recorrido y te das cuenta de que sufrís de
soledad de público.
Pero
tenés otros retos y eso ocupa tu mente. Hacés una obra y querés repetirla. Y no
podés.
Obseso.
Ese es tu defecto y tu virtud. No importa si estás sano o enfermo. Ahí estás
sacándole chispas a las piedras.
También
has regresado a tu casa con las manos en la bolsa. No te importa confesarlo:
“Me
miran como artista. Me halagan. Pero no saben que ando con hambre y
aflicciones”.
Te
ves las manos y te das cuenta de que no son distintas a las de aquellos hombres
primitivos que también tenían como lienzo a las piedras. Sos un purista. Nada
de artificios para lograr tus obras. Quién imaginaría que de tu baja estatura y
de tu flaco cuerpo nacen obras descomunales de piedras gigantescas. Tampoco nadie
daría crédito de que sos luchador olímpico. Para los incrédulos ahí están
las medallas que has ganado.
Pasa
el tiempo y vos seguís agradecido con aquel extraño que un día te explicó qué
era la Casa Taller Encuentro. Miguel Ángel Ramírez sería un parteaguas en tu
vida, Mario López Vega.
Dijiste:
“Sin ese taller y Miguel Ángel Ramírez no hubiesen estado, yo no sé qué estaría
haciendo en este momento”. Elegiste un camino y de ahí no regresaste. Hiciste
de aquella elección un estilo de vida: Y lo reconociste:
“Si
no estoy esculpiendo siento que no valgo nada”.
Errantes
como las piedras nos encontramos al azar. Te hice una pregunta y vos no
vacilaste en responderme:
“Sí,
todavía hablo con las piedras”.
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