Dos cosas le debo a José Alfredo Jiménez: su antropológico amor por los de a pie y su desmesurada predilección por el tequila. Por eso cuando llegué a la cantina La Fuente solo pedí lo que sentí que era mío: los mariachis y el tequila. Y ambas cosas se pusieron a mis pies y yo terminé en el suelo (cantando) —y en blanco y negro— las canciones del siglo de oro mexicano.
Yo no sé porqué, pero Guadalajara es más importante que Jalisco. Tendría que ser mexicano para explicar lo anterior, pero soy cualquier cosa, menos un ciudadano respetable.
Aquellos mariachis hacían tronar la sala. Unas mujeres con vestidos muy mexicanos movían su geografía corporal al estilo de Lucha Villa. Cuando me acabé la garganta y todas las rancheras que me sabía, me acordé de mis riñones. Zarandeando llegué al baño, pero antes de eso un tipo me lanzó un piropo con piano: Shine On You Crazy Diamond de Pink Floyd. Vio mi camisa y empezó a improvisar la canción. Estaba hasta la madre de alcohol. Aun así, lo bajé del escenario y le dije que se echara una botella conmigo. No le hizo mala cara y le entramos —con sal y limón— a todas las rondas que llegaban con boca de Negra Modelo.
Hasta el ADN de borrachos, pagamos lo que debíamos. Pero al estornudar levanté la cabeza y ahí estaba: una bicicleta que tenía al pie de sus llantas un montón de botellas de tequila. Al mesero le pregunté por aquella estampa. Me dijo que la vida era muy corta y el cuento muy largo. Así que no me quedó de otra que sacarle provecho a la excusa: "Yo pago esta botella y usted me cuenta la historia. ¿Qué me dice?". Y de nuevo a beber tequila en La Fuente. Tuve suerte: el episodio de aquella bicicleta me la contó el mesero más antiguo de aquel hermoso expendio.
Y la historia va así: El tipo llegó hasta la caspa de borracho. Lo intentó y quiso echarse la del estribo. Pidió el trago pero no alcanzó a bebérselo. Así que se fue y dejó la bicicleta. Nunca volvió. Los encargados de La Fuente la subieron en un rincón que marca el corazón de la cantina. Estaban seguros de que volvería. Eso no ocurrió.
Mientras hacía la fotografía pasó un borracho espetando que "tanto tequila para esa chatarra de triciclo".
Volví a La Fuente. Tenía tanta curiosidad por el viajero y su transporte. Pregunté por la bicicleta y las versiones variaban en cada testimonio. Las voces coinciden en algo: el dueño era de raza blanca. Pudo ser norteamericano o Europeo. Lo cierto es que era un chelón. Solo santa Chavela Vargas sabe qué borrachera se andaba encima, porque nunca volvió por su vehículo.
Las ocasiones en las que volví a La Fuente me pregunté qué habría sido del dueño de aquella bicicleta. ¿De dónde venía? ¿Qué rumbo llevaba? ¿Dónde estaría?
Pero al séptimo tequila lo único que venía a mi mente era saber qué tan lejos estaba la tumba de José Alfredo Jiménez para ir a dejarle sus flores y su tequila. Era obvio que Guanajuato no estaba a la vuelta de la esquina de Guadalajara.
Mi amiga Ellen solo pudo decirme: "Tomás, vamos a dormirnos".
Y así fue.
Nunca pude estar en Guanajuato.
Cuando veo la fotografía pienso en aquel anónimo que dejó trago y bicicleta para no volver. Antes de que el tiempo la enmoheciera debió ser muy bonita. Se nota.
¿Era el Ulises del siglo XXI en busca de su Ítaca...?
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