sábado, 7 de abril de 2018

Jeannette Aguilar: “El Salvador perdió la batalla contra las pandillas, el crimen organizado y la corrupción”




En El Salvador la esperanza es tan grande como inútil. Los cimientos vitales que sostienen la vida nacional del país están erosionados: economía, salud, educación, política y seguridad. Quizás esta última es la gran batalla perdida que quiere ganarse a fuerza de una violenta tozudez.

Por décadas esta nación centroamericana ha buscado la paz, el bienestar y el progreso. Pero ha encontrado todo, menos eso. Y es que El Salvador camina en círculos, porque siempre ha estado entre la navaja y el cuchillo. En el siglo XX tuvo que soportar la bota verde olivo y sus financistas locales e internacionales. En el siglo XXI tiene que lidiar con las sombras del pasado: las pandillas. Un colectivo de cientos de jóvenes que quedaron huérfanos de todo y que crecieron para vengarse por la afrenta pública que sufrieron. Y si mueren, para eso están las nuevas generaciones que viven lo mismo que su árbol genealógico. Las comunidades pobres han tenido que ceñirse a su filosofía: ver, oír y callar.

Estas mismas comunidades han sido pragmáticas y han tenido que plegarse al nuevo poder que determina la estabilidad de su entorno. No importa la banda: Mara Salvatrucha (MS-13) y Barrio 18 (fragmentada en Sureños y Revolucionarios).

La última encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop) de la Universidad Centroamericana (UCA) ha mostrado que la población del país no confía en sus autoridades de Seguridad, pues esta arrastra un gran historial de abusos contra los derechos humanos. Los casos más graves han llegado al exterminio de pandilleros, persecución indiscriminada de sus familiares y el continuo acoso de sus comunidades y sus pobladores. Estigmatización, dicen los expertos.

La directora del Iudop —Jeannette Aguilar— es clara al aseverar que la apuesta del Gobierno es la represión sin programas de prevención y rehabilitación. Por eso no es raro que los resultados de los sondeos de opinión de la entidad que ella dirige arrojen lo siguiente:

“Hay ciudadanos que nos han dicho que los pandilleros son al final los que nos cuidan de los vejámenes y de los abusos de la Policía”.

El resultado ha sido darle vida a aquella frase milenaria: ojo por ojo y diente por diente.

Lo interesante del pulso ciudadano que hace el Iudop es que hay otro gran segmento de la población que celebra el exterminio y las ejecuciones que hace la Policía y el Ejército.

— ¿Quiénes son los que celebran?

— Las clases medias y zonas urbanas son las que celebran el extermino de pandilleros, comenta la directora del Iudop. Claro, matiza. No se puede meter a todo el mundo en la misma sartén.

La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos tiene decenas de denuncias por los vejámenes que hacen los cuerpos de seguridad del Estado hacia la población civil. De hecho, hay agentes que están en las cárceles por ejecuciones de pandilleros. O por lo impensable: por el asesinato de sus propios compañeros de la corporación policial.

Un salvadoreño ve a un policía o a un militar en la calle y cambia de acera. Un peinado, una forma de vestir, ser residente de lugares innombrables o fan de alguna expresión artística que rompa el statu quo de lo visual y lo normal son la excusa perfecta para convertirse en sospechosos de todo. Es el fruto de la paranoia. O de la estigmatización.

El Salvador estuvo casi todo el siglo XX sometido al humor de los militares. Quien pensara distinto era asesinado o desaparecido. Esta antesala desató —finalmente— la guerra de este país (1980-1992) y dejó alrededor de 75 mil muertos y unos 10 mil desaparecidos. En este periodo familias enteras emigraron hacia Estados Unidos. Esa generación encontró en el país del Norte a otra que estaba inserta en pandillas. Los salvadoreños hicieron la propia para defenderse de las otras. Tras la firma de la paz entre insurgencia y Gobierno empezaron las deportaciones. La escuela que traían la echaron a andar en sus barrios, colonias y comunidades. Nadie imaginó que la bomba social estallaría. Y en sus narices.

— Salimos de una guerra para entrar a otra, entonces: ¿en qué fallamos?

— El Estado salvadoreño históricamente no ha tenido la voluntad —si nos situamos en el contexto de la posguerra— de atender este fenómeno. Por acción u omisión hubo una desatención sistemática de la violencia juvenil. Y se puede decir que hasta casi deliberada. Y desde la mitad de 1990 hasta el año 2000 había visos de la evolución de este fenómeno, analiza Jeannette Aguilar.

Entonces, para la analista no es raro que El Salvador haya perdido la batalla contra la violencia. Menos contra el narcotráfico y la corrupción que se confeccionaron con tanta impunidad y descaro en estos 25 años de paz. Y esto no es gratuito. En los últimos años los casos de corrupción en las esferas del poder se vaciaron y crecieron tanto en las pandillas como en el narcotráfico.

El partido de derecha Alianza Republicana Nacionalista (Arena) malversó fondos del Estado por más de 300 millones de dólares mientras fungió en el poder desde 1989 hasta 2014. Dos expresidentes de este instituto político fueron llevados a la cárcel. Uno sigue ahí y el otro murió en un hospital. 

El mismo camino llevaba el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN y ahora en el poder desde 2009 hasta la fecha) pero la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia le vetó la posibilidad de hacer uso discrecional de la partida secreta. Inclusive, el expresidente Mauricio Funes —del partido de izquierda— está siendo investigado por las autoridades tras no poder justificar un estilo de vida acaudalado que no podría sufragar con un sueldo de funcionario público.

Altos dirigentes de ambos partidos —los mayoritarios del país— están señalados de enriquecimiento ilícito, de tener vínculos con el narcotráfico, de tráfico de armas y de lavado de dinero. También de haber tenido un diálogo directo con altos mandos de las pandillas para beneficio electoral a cambio de otorgarles comodidades en el sistema penitenciario. O un buen capital para el grupo.

Se calcula que hay unos 60 mil pandilleros en las calles. Dentro de la cárcel están otros 13 mil. A estas cifras se unen la red de colaboradores que van desde los familiares y amigos de los miembros de las bandas hasta jueces, policías, militares y políticos de todos los niveles. Incluso religiosos.

En Arena y el FMLN la apuesta fue la misma: represión. A los analistas no les tiembla la voz al decir que la izquierda es más represiva que sus antecesores. Y esto explica que en la actualidad el número de militares en tareas de seguridad pública supere a los que había en los gobiernos anteriores.

A pesar de que la Sala de lo Constitucional declaró como terroristas a las pandillas, esto no cambió ni un ápice la realidad de violencia que vive el país. El tiempo pasa y lo que ha ocurrido es que hay una guerra abierta entre las pandillas y el Estado (policías, militares, jueces, custodios del sistema penitenciario, vigilantes privados y un largo etcétera). Hasta el circuito de seguridad que debe velar por el presidente de El Salvador —Salvador Sánchez Cerén— y su familia ha sido vulnerado al haberle asesinados a dos guardaespaldas entre 2016 y 2017.

La reciente encuesta del Iudop afirma que la ciudadanía no confía en sus autoridades. Específicamente en la PNC. ¿A qué se debe esto?
La gente hace un reclamo hacia los déficits que hay en seguridad, pero al mismo tiempo a las autoridades que están obligadas por mandato constitucional a garantizar dicha seguridad, pero son estas mismas las que están violando los derechos humanos de la población. Lo que hemos encontrado en nuestras encuestas es que la ciudadanía está señalando cada vez más a la Policía como un violador de los derechos civiles. Y a esto se suma al nivel de incertidumbre que se ha instalado a lo largo del tiempo [en El Salvador]. La gente ya no solo está sometida a las pandillas u otros problemas sociales, sino a los abusos y atropellos de las fuerzas de seguridad del Estado.

Siguiendo esta tónica. ¿Es descabellado que la población confíe más en los pandilleros que en los cuerpos de seguridad del Estado?
Yo creo que no es descabellado. Hay una dinámica de sobrevivencia que las comunidades están adoptando de manera pragmática. Y finalmente la gente va a confiar en aquello que garantice su seguridad. Sabemos de comunidades estigmatizadas por las autoridades y que están sometidas a constantes vejámenes por parte de la Policía. Entonces esto hace que los habitantes de esta comunidad se cohesionen a ciertas estructuras que —entre comillas— están garantizando la seguridad de la gente. Hay ciudadanos que nos han dicho que los pandilleros son al final los que nos cuidan de los vejámenes y de los abusos de la Policía.

La población siente seguridad más con las pandillas que con los cuerpos de seguridad, ¿pero cómo analizan ustedes esta dicotomía de que los ciudadanos celebren la ejecución o exterminio de pandilleros?
No generalicemos. La seguridad que siente cierta población con las pandillas ocurre en ciertas comunidades donde la guerra entre Policía y pandilleros se ha generalizado, porque estamos ante una situación de mecanismos de sobrevivencia. Tenemos que reconocer que las reacciones a favor o en contra de las pandillas se dan en un país donde el tema de la seguridad está vulnerado. Estamos en un país donde las autoridades no pueden garantizar el derecho a la seguridad de sus habitantes. Sin duda hay sectores que están asediados por la violencia de las pandillas y celebran el exterminio.

¿Quiénes son los que celebran?
Las clases medias y zonas urbanas son las que celebran el extermino de pandilleros. Tienden a respaldar la eliminación. Pero de nuevo: no podemos generalizar, porque cuando hemos consultado esto hay una opinión dividida. No obstante, hay indignación ante los abominables hechos cometidos por los pandilleros. Y por eso se han ganado el repudio de la población. Y por eso es que en cierta forma generalizada la población respalda a la Policía en el tema del exterminio. Eso lo hemos medido a lo largo de algunas preguntas. Aunque hay otro porcentaje que está señalando esto [de las ejecuciones]. Esto tiene que ver con la posición social en la que vive. Pero este tema de polarización puede terminar erosionando el respaldo a la Policía. Fue llamativo que al consultar a la gente qué tan segura se sentía al ver pasar a un policía, pues un poco más de dos a tres ciudadanos respondieron que muy inseguro o inseguro. O sea: esto es todo lo contrario a ese sentimiento de seguridad y de protección que debe otorgar la presencia de las autoridades. Y eso se debe a las acusaciones de abuso. Incluso: a casos de ejecuciones.

¿Tenemos una nueva guerra en El Salvador? ¿Hay un ojo por ojo y diente por diente entre las seguridades del Estado y las pandillas?
Sin duda. El escenario de los dos últimos años se ha radicalizado. Esto nos expone a una situación diferente a la que teníamos en años atrás. [Ahora] hay una especie de guerra de baja intensidad. Y esto está generando una especie de cadena de venganza. La Policía se está debilitando institucionalmente, porque está abandonando su marco de actuación legal, el mandato constitucional y los procedimientos que establece la ley en términos de cómo actuar frente a cualquier estructura criminal. La Policía está actuando más en una lógica de venganza. Y esto no solo lo hemos visto en el nivel bajo de la corporación, sino también en la retórica de altas autoridades. Ahí están las deplorables declaraciones del director de la Academia Nacional de Seguridad Pública —Jaime Martínez— en las que aboga por la eliminación [de pandilleros] sin evaluar las circunstancias que puedan rodear la amenaza [de los hechos]. Dijo a los policías que se defendieran sin pensar en las consecuencias. Esto básicamente es un cheque en blanco para matar. Esto no solo perjudica la imagen de la Policía, sino que distorsiona el mandato [civil] que tiene [porque] básicamente los hace actuar [a los agentes] como criminales.

Los medios de comunicación han arrojado luz sobre los diálogos que los partidos de izquierda y de derecha han tenido con las pandillas. La UCA ha sido clara al decir que no pueden obviarse a las pandillas y que debe de haber un diálogo con ellas. Para usted: ¿qué clase de diálogo debería de haber? 

La UCA siempre ha respaldado los mecanismos de diálogo, de puentes que permitan escuchar la posición del otro. Nosotros rechazamos los procesos de negociación política que se dieron en lo que se denominó La Tregua [acción clandestina que surgió en el gobierno del expresidente Mauricio Funes (2009-2014). Fue aprobado por él y supervisado por varios de sus funcionarios entre 2012 y 2014] porque nos pareció que no se trató de un diálogo honesto que buscara la rehabilitación de estos grupos o que buscara la reinserción social de ellos. Más bien esto se trató de una estrategia política-electoral que terminó por distorsionar este tipo de [fenómeno de violencia] y de negociaciones.

Creemos que debemos situar [a los pandilleros] como interlocutores porque son parte de la sociedad. El problema no resuelto de las pandillas se ha vuelto un segmento cada vez más importante en la sociedad y no podemos invisibilizarlo. En algunos casos sus miembros se han vuelto en parte de movimientos sociales. Obviamente con diferentes características y con la necesidad de reivindicar sus derechos.  Si bien es cierto que los pandilleros violentan los derechos de la ciudadanía, pues esto ha tenido que ver con esta condición de exclusión, de marginación y de negación de sus derechos a lo largo de varias de sus generaciones.

Si se abren espacios de interlocución —porque es importante escucharles— pues esto tendrá que ver con lo que los representantes de las pandillas —a lo largo de los diez años— han venido insistiendo: con los derechos que ya están establecidos en la Constitución. Esto también tendrá que ver con respetar los procedimientos de ley con los que se persigue a estos grupos y con respetar sus derechos en el sistema penitenciario. Y tendrá que ver con que los grupos de seguridad del Estado dejen de perseguir a sus familias. [Otro punto] tiene que ver con los programas de reinserción o programas de prevención de la violencia en las comunidades afectadas por las pandillas. O sea: básicamente piden que se les escuche en sus reclamos primales. Es cierto que ha habido espacios, pero el Estado no ha tenido la capacidad de articularlos en virtud de las demandas de las pandillas, es decir: no solo con las demandas de los pandilleros sino con la de sus familias con una real base social.

El FMLN no inventó las pandillas. ¿Pero usted cree que sus dos gobiernos han tenido la voluntad de rehabilitarlos o de que esto ocurra?
Hay suficiente evidencia de que el Gobierno no tiene interés ni en prevenir ni en rehabilitar a los pandilleros. Su política ha sido la persecución indiscriminada y el recrudecimiento de la represión. Incluso: en esta guerra contra las pandillas hay un aval implícito a las acciones de aniquilamiento que están cometiendo los miembros de la corporación de Seguridad y grupos paralegales que operan en el país. Creo que tampoco existe la confianza elemental para iniciar un proceso de diálogo, porque tanto ARENA como el FMLN han hecho un uso político de las pandillas para fines electorales. Solo quieren conquistar votos. O utilizarlos coyunturalmente para debilitar al adversario o para desestabilizar de cara al contexto de las próximas elecciones que tendremos. Honestamente: ni de parte de ARENA ni de parte del FMLN hay interés ni voluntad de tener un diálogo sincero, honesto que busque una solución para el país. No tienen el interés de atender los factores que dan origen a las pandillas [ni] de crear procesos de rehabilitación ni de reinserción social.

Salimos de una guerra para entrar a otra, entonces: ¿en qué fallamos?
El Estado salvadoreño históricamente no ha tenido la voluntad —si nos situamos en el contexto de la posguerra— de atender este fenómeno. Por acción u omisión hubo una desatención sistemática de la violencia juvenil. Y se puede decir que hasta casi deliberada. Y desde la mitad de 1990 hasta el año 2000 había visos de la evolución de este fenómeno. Incluso la UCA ofreció estudios sobre cómo esta violencia iba mutando y los políticos estuvieron de espalda a esta realidad. Ni en los veinte años de gobierno del partido ARENA ni en estos ocho del FMLN ha habido una estrategia sostenible de una política pública o de Estado para abordar el fenómeno. En los dos últimos gobiernos del FMLN sus acciones políticas en materia de seguridad pública han sido un contrasentido. Y esto podría deberse a muchas causas. Una de ellas es la falta de capacidad. Y no solo ellos, sino los distintos gobiernos de posguerra que no pudieron encarar la violencia en sus múltiples dimensiones. Nunca estuvieron interesados en entender ni pudieron dimensionar la magnitud de lo que ahora estamos encarando. La inmediatez y el populismo de la derecha y de la izquierda solo crearon medidas de corto plazo en una lógica electoral. En este tema El Salvador solo ha tenido acciones aisladas, desarticuladas sin sostenibilidad en el tiempo.  

No quiero sonar pesimista, pero creo que ni mi generación ni la que viene verá una solución a la violencia que existe en el país. ¿El Estado salvadoreño perdió la batalla contra las pandillas?
Sin duda el Estado salvadoreño ha perdido la batalla contra las pandillas. También ha perdido la batalla contra el crimen organizado y contra la corrupción. Desde que el Estado ha sido coartado y penetrado a lo largo de estos veinticinco años de posconflicto por estructuras que han estado al servicio de intereses criminales, entonces no estamos en condiciones de ninguna capacidad. Tenemos funcionarios que tienen vínculos con estructuras delincuenciales. Tenemos funcionarios que utilizan su investidura y su poder para traficar armas, para favorecer el narcotráfico y el contrabando. El país ni siquiera ha iniciado una batalla seria, frontal contra la violencia, contra la criminalidad, contra las pandillas y mucho menos con el crimen organizado. El Estado salvadoreño en todo este tiempo ha estado permeado por poderes oscuros. 

¿Usted cree que las pandillas podrían definir las elecciones en El Salvador?
Las pandillas ya definieron varias veces las elecciones en El Salvador porque los políticos le han otorgado ese poder. Los políticos de derecha y de izquierda no han tenido escrúpulos para negociar con los pandilleros y [ese poder] ya no se lo van a poder quitar. Esto ha sido una legitimación como actores políticos.

¿Y qué opina sobre las declaraciones de Donald Trump en las que afirma que acabará con la MS-13?
La ignorancia de Trump es tal que este tipo de afirmaciones se asemejan con la idea de que acabará con la migración poniendo un muro. Sabemos bien que no solo la MS-13 crea terror en Estados Unidos y la  región. Hay otras pandillas ahí y en el país. Al margen de eso, la MS-13 es una pandilla transnacional, entonces su desarticulación tendría que ser transnacional que vaya más allá de la persecución y del encarcelamiento. Si las condiciones para su gestación y reproducción —esto se ha profundizado— en las comunidades no cesan, pues este fenómeno no va acabar. Lo que está haciendo Trump es neutralizar momentáneamente lo que representa cierta molestia social. El fenómeno de las pandillas se puede profundizar en Centroamérica con las deportaciones. Estos miembros vendrán a sumarse a las estructuras que ya existen. O vendrán a formar nuevas.

Usted que le toma el pulso a la ciudadanía: ¿los salvadoreños deben resignarse a la existencia de las pandillas porque no van a desaparecer del país?
En algunas comunidades ya se han creado mecanismos de convivencia —entre comillas— porque están ahí y son parte de ellas. Las pandillas han coartado, pero la ciudadanía frente a la ausencia de autoridades del Estado ya ha naturalizado la convivencia con ellas y se han adaptado a sus reglas, porque son la autoridad y el poder. Obviamente nadie debería asumir o aceptar estas condiciones, pero desde la lógica de la sobrevivencia esto se ha naturalizado.

Usted ya hizo una valoración sobre la posición que tuvo Medardo González del FMLN —llama a sondeos de opinión instrumentos para la “guerra mediática”— sobre su reciente encuesta en la que la población dice que no quiere que el partido ARENA regrese al Ejecutivo, pero tampoco quiere que el FMLN siga en el poder…
No creo que sea todo el sentir y el pensar del FMLN. Sí me parece una falta de respeto que se hable en nombre de toda la militancia de ese partido, porque sabemos que no todos sus militantes piensan de la misma manera que su dirigencia. Yo creo que es una opinión de su secretario y de algunos miembros de la cúpula, pero no creo que sea extensiva a todos sus simpatizantes. Pero este señalamiento de la dirigencia es grave, porque esto demuestra la ceguera de los liderazgos políticos frente a la realidad. Las encuestas son opiniones de la gente y en ese sentido deberían tomarlas los que están dirigiendo el país y los ámbitos claves de la vida nacional. No hacer esto es despreciar a la gente y no escuchar y atender las demandas de la población. Que no son nuevas, sino que se están acentuando. La realidad que vive la población es dura y se ha complejizado a partir de la incapacidad de los sucesivos gobiernos.

Pero Medardo González no es una voz en el desierto. Sus declaraciones tienen repercusiones en los militantes y simpatizantes del FMLN…   
Habría que matizar qué grado de legitimidad tienen estos liderazgos hoy en día. Hay que evidenciar las fracturas y divisiones internas de ambos partidos mayoritarios. Por eso creo que no todos sus liderazgos sean el sentir y el pensar de sus militantes. Pero si así fuera, sería la constatación de que no solo el FMLN, no solo su cúpula sino sus bases y su militancia están de espaldas a la realidad y están queriendo tapar el sol con un dedo. Además [llamar a sondeos de opinión como instrumentos para la “guerra mediática”] es grave porque están difamando el trabajo de la UCA, porque es la constatación de que son iguales o peores que el partido ARENA.   



Esta entrevista vio la luz en la Revista Estrategia & Negocios de Centroamérica.

Fotografía cortesía del periódico digital ContraPunto.


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