El día 18 de marzo de 1989 la vida de Luis Galdámez
cambiaría para siempre. Eran las once de la noche. Iban en la nueva motocicleta
de Roberto Navas. Él era una especie de fotógrafo colaborador de Reuters. Luis
Galdámez lo había reclutado para la agencia. Sería su asistente.
Roberto Navas iba feliz por tres razones: le habían
pagado unas fotografías, el siguiente día sería el cumpleaños de su hija y ya
tendría un ingreso fijo en Reuters. De contento, Roberto Navas le dijo a Luis
Galdámez que lo iría a dejar a su
domicilio en Ilopango.
Pero aquella felicidad las balas de un fusil M16 la harían
añicos cuando equipos de vigilancia del ejército los detuvieron y dispararon.
Roberto murió y Luis perdió su brazo derecho. Luis cayó al suelo y pidió
clemencia. Gritó que tenía un tío que fue coronel y que estuvo con el
expresidente José Napoleón Duarte.
“Y yo les decía: Soy sobrino de Óscar Armando Amaya
Pérez” cuenta el fotoperiodista.
Según Luis Galdámez “la bala me entró por la espalda,
cruzó los pulmones, me quebró las costillas, salió por la axila, pero me pasó
quebrando el hueso del antebrazo, los nervios y la arteria principal. La lesión
más grande fue la salida de la bala. Por suerte no me tocó la columna, porque si
no estaría hecho mierda”.
Su recuperación fue en Estados Unidos. En el Hospital
Rosales afirma que habría muerto. Pasó más de cinco meses acostado. No hacía
más que eso con buenas dosis de morfina para calmar el dolor.
A Roberto Navas lo conoció en coberturas periodísticas.
Él trabaja en radio haciendo notas periodísticas, pero a él lo que le gustaba
era la fotografía. El fotoperiodista lo invitó a que llegara a la oficina de
Reuters para que se adentrara en el fotoperiodismo.
“Le enseñé fotografía, le gustó. Tiene la
oportunidad de hacer coberturas y le
pagan. Nos unimos alrededor de dos años y medio. O tres”, cuenta el actual
Premio Nacional de Cultura 2017. Este es el máximo galardón que entrega el
Gobierno de El Salvador a una figura sociocultural destacada.
El
Cenar: el camino hacia escribir con luz
Luis Galdámez nació en la Finca San Luis del Guineo —a
unos ochos kilómetros del pueblo de Comasagua, La Libertad— el día 23 de julio
de 1955. Tiene 62 años cumplidos. Su padre era un escribiente que recibió
empleo en la finca gracias a su buena ortografía y caligrafía. Su madre era la centinela del hogar.
Después de ser un “hacelotodo”, Luis Galdámez entró a
estudiar al Centro Nacional de Artes (Cenar) en 1974 y se graduó de ahí en 1976
como bachiller en artes plásticas en la especialidad de dibujo
arquitectónico. Este peldaño académico
estaba vinculado con el ministerio de Educación y le permitió ejercer la
docencia. Y así lo hizo: fue docente
desde 1977 hasta 1993.
“Es lo mejor que me haya pasado”
La fotografía no fue una materia en el Cenar. Fue una especie de pincelada muy básica e
informativa sobre el uso de la cámara y el revelado de rollos fotográficos. Y la impartían en otras especialidades como
pintura y dibujo comercial. No así a los de dibujo arquitectónico. La terquedad
de Luis Galdámez lo llevó a colarse en aquellas secciones donde figuraba el
tema de la fotografía. Luego terminó
convirtiéndose en mentor de muchas generaciones. Renunció a seguir enseñando su
especialidad —dibujo arquitectónico— y se quedó exclusivamente con la
fotografía.
Sus primeras publicaciones figuran en un periódico que se
llamó La Cofradía y en otro que llevó por nombre Arte Popular. Ambos proyectos
editoriales estaban vinculados con el ministerio de Educación.
“El Cenar es el culpable de que yo sea fotógrafo, de que
sea fotoperiodista”, afirma el ahora reportero gráfico freelance.
El Cenar no escapó de las garras de la guerra. Este
recinto era cateado cada cierto tiempo por los cuerpos de seguridad del Estado.
Ellos creían que este centro educativo enseñaba más de lo que debía y lo
relacionó con un lugar de operaciones de la guerrilla.
Luis Galdámez se convirtió en fotógrafo gracias al Cenar.
Ya sabía cómo hacer una fotografía, pero no tenía ninguna noción de cómo se
hacía desde el fotoperiodismo. Aun así empezó a documentar la preguerra. Por
ejemplo: en 1977 registró la masacre que ocurrió en el Parque Libertad de San
Salvador en el contexto de la candidatura presidencial de Ernesto Claramount. Hizo las fotografías y las guardó
en su trabajo. No tenía dónde publicar y tenía miedo de que los cuerpos de
seguridad del Estado se enteraran de lo que hacía con su cámara. Otro hecho que
registró y lo marcó para siempre fue la matanza de seis jóvenes en el parque
central de Ilopango. Otra vez la seguridad del Estado ataron a unos jóvenes y
los asesinaron a quemarropa. Entre las víctimas estaba una joven embarazada. La
versión oficial —y que reprodujeron los periódicos— es que los fallecidos
pretendían incendiar la alcaldía de Ilopango y se enfrentaron con efectivos de
la Guardia Civil y murieron en el enfrentamiento. Luis Galdámez sabía que
aquello no era cierto porque fue testigo directo. Cuando la zona fue abandonada
por los agentes, Luis Galdámez fotografió toda la escena. Pero se encontró con
un problema: tenía —otra vez— miedo y no tenía ningún sitio dónde publicar. Así
que sacó el rollo hacia Estados Unidos. En la actualidad está intentando
recuperar esas fotografías.
Luis Galdámez supo que quería ir más allá del hecho de
sacar una fotografía cualquiera. Se fue a estudiar periodismo a la Universidad
de El Salvador. Vio de todo, menos fotografía. Pero supo cómo rastrear un
hecho, cubrirlo, revelarlo, editarlo, enviarlo y darle seguimiento.
Entró a trabajar a la Agencia Francesa de Prensa en 1984
hasta 1986. Le dijo a su mentor (Iván Montecinos) que iría en busca de otro
camino. Buscaba otro tipo de experiencia y sin cobrar ni un centavo se alistó
como asistente en la Agencia Reuters. Su tozudez le permitió ser el responsable
—finalmente— de ese centro de información global. Ahí permaneció veinticinco
años (de 1986 hasta 2011).
La familia es numerosa. Estaba conformada por sus padres
y abuelos y los otros cinco hermanos de Luis: Óscar, Saúl, Héctor, Roberto, Herbert
Rivera Galdámez.
Me
parece que usted es muy aficionado a la cerveza…
Es parte del desarrollo cultural. En la convivencia de
alumno profesor hicimos ese aprendizaje, porque uno se va formando, desarrollando
y aprendiendo. En el Centro Nacional de Artes (Cenar) las tertulias eran parte
de terminar un taller, un año de formación y con toda esa convivencia decíamos
en el Cenar: una buena espuma hablada, conversada. Nos enorgullecía que los
profesores nos dieran esa confianza y sentarnos con ellos a hablar con cerveza.
¿Y
cuándo fue su última resaca?
Hace tres años. A mis 62 años el cuerpo ya no aguanta.
Hace treinta años soportaba, pero los años suman y le pasan la factura a uno.
¿Y a
qué se dedicaba antes de tener una cámara fotográfica en sus manos?
En la época de 1965, 1968 y 1970 vendía plátanos en
Soyapango. Yo era un niño y le ayudaba a una señora a hacer su venta de calle.
Me daba veinticinco centavos de colón por venderle dos docenas. En los días de
pago esta señora llevaba quesadillas y tamales y yo le hacía los viajes en una
carreta. En esa rebúsqueda de tener veinticinco o cincuenta centavos hacía lo que
le conté. A partir de los trece
años busqué algunos vecinos que hacían
manualidades. El material era el cacho de buey y hacíamos figuras de tiburones
y peces y esas las vendíamos en el aeropuerto de Ilopango.
¿Y
qué hacía con la plata que obtenía?
Ah, pues me compraba mi camisa. Me compraba ropa, porque
éramos seis hermanos y no alcanzaba [el dinero]. También aprendí sastrería.
Nunca fui sastre porque nunca pude cortar un pantalón y armarlo. Yo ganaba
dinero también de esto. También hacía boinas con la tela que sobraba. Tuve un
grupo de seguidores por el trabajo que hacía. Me pasaba tres, cuatro, cinco
días y las vendía en cinco colones.
Su
historia tiene paralelo con la de Francisco Campos. Él hacía cuturinas. Bueno,
era un hacelotodo, también…
Ah, no sabía. Pero es la necesidad la que nos obliga. Mi
padre trabajaba todo el día y mi madre me daba la manutención. Entonces, uno
solo tiene que informarse. Recuerdo que escuchaba Radio Cadena YSKL y yo no perdía
la oportunidad de ganar un premio a las diez de la mañana. Me ganaba un premio:
una lámpara. Me iba rapidito a contestar y yo sabía que la lámpara era una
fuente de ingresos. Así que la vendía en diez colones. Fui vendedor de
periódicos. Me pagaban tres centavos por cada periódico. Los domingos vendía El
Diario de Hoy.
¿Y
cómo está conformada su familia?
Soy el hermano mayor de seis hermanos. Todos varones. Nos
llevamos como un año y medio de vida. Nacimos casi seguiditos. También estaban
mis abuelos. Somos una familia muy numerosa.
¿Cómo
definiría su niñez?
Buena, porque la viví.
Y
por ser el mayor, ¿cómo fue la relación con sus hermanos?
De mi segundo hermano no puedo decir que seamos gemelos,
pero fuimos uña y carne. Nos defendíamos mutuamente porque éramos muy inquietos
y vagos. El mismo castigo que me daban a mí se lo daban a él por hacerme caso.
Mi tercer hermano era más independiente. Mi cuarto hermano siguió mis pasos y
estudió el bachillerato en arte, pero se metió a las organizaciones
estudiantiles y luego a los movimientos populares. Luego se ausentó por periodo
muy largo que fue duro para mis padres. Murió hace unos cuatro años. Y el resto
de mis hermanos fueron más independientes. Pero fue mi segundo hermano mi
carnal. Se llama Óscar. Siempre seguimos en comunicación, porque él dice que
soy su referente.
Si
tuviera que decir algo amargo que haya vivido
en su niñez, ¿qué sería?
Nada. No tengo nada de amargura. Ni la cerveza es amarga
para mí. Tengo tan latente en mi cerebro y en mi corazón las vivencias de niño:
las travesuras que le hice a mi abuela, lo que vi en mi entorno, las fiestas
patronales de Comasagua. Ahí llegaba un negrito a vender tostadas de yuca y
plátano. Para mí eso era extraordinario ver un negrito. Negrito de verdad. Ver
los juegos de lotería, Semana Santa. [O recordar] la vez que unos adultos me
echaron en pleito con otro de mi edad, le pegué en la nariz y fui el campeón.
Al siguiente día me cachimbeó en la escuela. ¿Cómo voy a olvidar todo eso?
Todavía lo tengo latente. Todo aquello me dio una gran felicidad. Mis abuelos
eran conservadores y pobres, pero nos cuidaban. Siempre estaban pendientes de
los materiales didácticos y útiles escolares y mis papás nos mandaban
veinticinco lápices para todo el año. Yo los cambiaba por chibolas y trompos.
¿Y
en qué momento de su vida aparece la cámara fotográfica?
En Comasagua —a unos diez metros donde vivía mi abuela—
estaba el fotógrafo del pueblo. O sea: oficial porque era el único. Su nombre
era Adán Tomasino. Era un tipo muy alto de una complexión muy fuerte. Decía mi
tío que era hijo de un alemán. El señor era tartamudo, fotógrafo, hojalatero,
barbero, sastre, carpintero y albañil. Los domingos él sacaba su cámara y le
hacía las fotografías al que las necesitase para alguna documentación. Nosotros
los cipotes jugábamos alrededor de él y estábamos listos para recoger el
negativo. Veía el cajón con aquel paño negro. No metía la cabeza. Eso sería
mentira. Metía la mano y miraba el proceso de la alquimia y veía cómo caía el
papel. Nosotros nos preguntábamos porqué la gente salía negra. Y en ese juego
me dio a mí por dibujar. Una tía que vendía productos de belleza llevaba una
cámara y era de ese formato de cajón. Me preguntaba cuál era la diferencia de
esa cámara con la otra que había visto. Y era lógico: los clientes [de Adán
Tomasino] se llevaban el positivo. Eso y el dibujo me fueron dando una forma de
expresión, de una necesidad muy interna. Llegué a Ilopango y repetí cuarto
grado por andar vagando. Me quedaba aplazado por andar jodiendo. Yo no era
bueno para dibujar, pero le hacía los dibujos a la profesora. Eso era puntos
para mí. Era mi salvación y me expresión. En las manualidades tenía que pensar
en las formas, el volumen, la figura. Y a través de una exposición de pintura
en la Feria Nacional en San Martín —donde estudio— conozco el Cenar. Me clavé viendo una pintura grande. Era de
García Ponce. Nunca se me olvidó ese cuadro. Yo pregunté qué era el Cenar. Y me
dijeron que era un instituto en artes. Supe que cuando terminase el plan
básico, eso quería estudiar.
Cuando terminé el plan básico, pues salió en el periódico
un anuncio que decía: “Se necesitan talentos que aprendan a bailar”. Voy a
Canal 2. Hago la audición y quedo en el grupo. Eso fue en 1973. Los que iban a
aprender a bailar iban a hacer la coreografía de un programa que saldría a
color por primera vez en Canal 6. Era un gran elenco de grandes artistas.
Aprendí a bailar [música] de la época de 1920 tipo charlestón y otros pasos
modernos. Me hice amigo de estos grandes artistas. Entre ellos estaba Carlos
Velis [un artista multifacético]. Iba a su casa ahí en La Rábida. Él me da toda la información del Cenar. Nos
dijeron que nos iban a dar doscientos colones, pero finalmente nos dieron
treinta y cinco y un pantalón marca Búfalo. Una gran bajada que nos dieron. El
programa salió excelente y nosotros en el pueblo éramos los artistas que
habíamos salido en televisión. Así que ese fue el trampolín hacia el Cenar. Yo
ya tenía bien claro lo que iba a estudiar. Pasé el examen. De treinta salimos
como veinte. Yo no tuve mentores ni dirección por parte de familia. Entonces
aprendí a ser autosuficiente para sobrevivir. Muchos de mi edad quisieron
entrar al Cenar, pero no pudieron. Mientras yo estudiaba, ellos andaban fumando
marihuana. Y tenían posibilidad económica. Y nadie quedó. Entonces: todos
quieren, pero no todos pueden. Lo mío no fue suerte. Fue cuestión de actitud.
Todos buscamos una forma de vida. Yo desde pequeño busqué una forma de vida.
¿Recuerda
su primera asignación fotoperiodística?
Fueron las conferencias de prensa del expresidente José
Napoleón Duarte.
¿Y
el primer escenario de la guerra que tuvo que retratar?
Hubo algo sorprendente de ver y yo no estaba en el
proceso de prensa como fotógrafo para aquello. En 1978 o 1979 mataron a seis
jóvenes en el mero parque de Ilopango. La Guardia o la Policía de Hacienda los
amarraron en la concha acústica y los acribillaron. Entre esos seis jóvenes estaba
una muchacha embarazada. Entonces, yo ya sabía fotografía y tenía una cámara y
tomé fotografías del hecho. Pero yo no hallaba qué hacer con esas fotografías,
porque yo todavía estaba en el Cenar [y no era periodista]. Con temor le di
aquellas fotografías a un amigo que trabaja en Estados Unidos haciendo limpieza
en un laboratorio fotográfico de una universidad. La intención era que él las
procesara y las guardara. Hasta el día de ahora no he visto esas fotografías.
Pero ese era mi contexto: Ilopango. Y ese hecho —en una noticia que decía el
periodista Roberto Aldana— figuraba que esos jóvenes habían muerto en un
enfrentamiento queriendo tomarse la alcaldía de Ilopango. Y eso no fue así. Yo
tuve temor. Era un gran temor porque yo no trabajaba para ningún medio. ¿Quién
me iba a respaldar? Y ese hecho fue un amedrentamiento para los que se estaban
organizando en Ilopango. Y eso era una muestra de lo que le iba a pasar a todos
los jóvenes de ese lugar. Por eso saqué esos rollos [del país].
¿Y
en qué momento agarra la cámara y se dice: voy a retratar la guerra en El
Salvador?
Después de llevar unos talleres de fotografía. Yo soy
bachiller en arte. En mi época estaba avalado por el ministerio de Educación,
porque no es un diplomado, no es un taller.
No es algo sin peso académico.
Eso me permitió dar clases por quince años en el Cenar y tener una
categoría dentro del eslabón magisterial.
Luego opté por estudiar periodismo en la Universidad de El Salvador y
estudié tres años y medio. Iba porque
quería aprender fotografía, pero de fotografía no había nada [ni hay]. Esto me
permitió colaborar en las agencias de noticias. La primera fue France Presse.
Fui asistente del corresponsal que era Iván Montecinos y fui aprendiendo cómo
cubrir una noticia…
¿Qué
aprendió de Iván Montecinos…?
Como mentor me abrió las puertas, pero por mi trabajo. Mi
primer trabajo de laboratorio en el que se tenían que presentar álbumes no me
costaron. La calidad que tengo él la vio. Me preguntó cuántos años tenía y me
dijo que me fuera a trabajar con él.
¿Tuvo
alguna anécdota con él…?
En 1983 Iván Montecinos me dijo que llegará temprano a la
agencia. Lo hice. Él ya estaba listo. Tenía que cubrirse el bombardeo de
Tenancingo (departamento de Cuscatlán). Iván me dijo: “Ya no hay cupo. Ya llevo
a otro”. Y ese otro era Carlos Rivera. Me quedé en el parqueo con los brazos
cruzados. Y me dije que tenía que madrugar más…
Siendo
honestos: ¿usted cree que superó a Iván Montecinos…?
Eh… No. Son distintas épocas. Hay que partir de los
principios. Es muy importante la formación académica. El aprender bien y
desarrollarse practicando hacen una buena labor con lo que uno quiere expresar.
El Cenar a mí me permitió todo eso. Iván tenía una experiencia de la escuela y
ese desarrollo y aprendizaje es que estaba con los corresponsales extranjeros. Podía
hacer fotografía y podía hacer la parte de reportear. Él llevaba cinco peldaños
de ventaja, pero yo era un asistente responsable. ¿Qué tal si hubiese hecho mal
la cobertura de la muerte de los marines en la Zona Rosa y en la revelación
estropeo el rollo? Me mata. De eso yo estaba seguro [de mi calidad en el
laboratorio]. Yo no tenía esa parte de cómo reportear, de cómo ser un reportero
gráfico, cómo ir a determinado lugar, cubrir, editar, procesar y transmitir. Eso lo aprendí de él. Iván queda en ese desarrollo
hasta el momento de la agencia [France Presse] con todo su material. Termina la
agencia, termina su desarrollo. No su técnica, porque eso cada quien lo lleva.
Yo no espero terminar [mi desarrollo] y busco la oportunidad de pasarme a la Agencia
Reuters. Y sin ofrecimiento de dinero ni de nada. Me aventuro. Ya tengo el
Cenar como trabajo remunerado y tengo Extensión Cultural de la Universidad de
El Salvador. O sea que tengo dos salarios. Y sábado y domingo soy el fotógrafo
del pueblo.
Tuvo
suerte de tener un margen económico para ejercer la fotografía…
Desde 1976 aprendí a hacer fotografía formal. Una cosa es
agarrar la cámara y disparar. Eso siempre lo tuve muy claro. ¿Pero en función
de qué? En el Cenar yo tenía la intención de registrar todos los procesos de
creación de teatro, de música, de danza, de artes visuales. Y claro: por eso me
pagaban. También hacía cierta colaboración para dos publicaciones: la cofradía
del Museo David J. Guzmán y la publicación de arte popular de la Dirección de
Arte y Deporte del Ministerio de Educación. Sin saber ya estaba haciendo
producción editorial, porque era un periodista el que me encargaba eso.
¿En
qué momento tiene conciencia de que El Salvador se está yendo por el drenaje…?
Desde 1974 cuando entré al Cenar. Vi los movimientos
estudiantiles. Me dijeron que me incorporara. Entonces me dije: “Voy ir a ver
qué ondas”. Entonces me llevo mi cámara. Me permitían hacer fotografías. Lo
hacía con mucho cuidado. Esa parte del movimiento le va dando a uno conciencia
sobre lo que estaba viviendo y porqué. La masacre del 30 de julio de 1975 desapareció
a dos compañeros del Cenar. Entonces uno ya se va preguntando: “Hey, ¿yo dónde
estudio?” “¿Qué hago?” “¿Me dedico a fumar marihuana o me dedico a cubrir el
desarrollo del movimiento estudiantil?” “¿O estudio. O me hago culero?” Porque
así nos decían a los bachilleres por el pelo largo, por el morral, etc.
Entonces me dediqué a mi estudio, porque esto me va a dar de comer. Y fue así
que pude dar clases por quince años en el Cenar.
¿Usted
es de izquierda o de derecha?
En el sentido de afiliación de ninguno de los dos. Nunca
me he afiliado a ningún partido político ni organización. Ni soy militante,
porque ser militante es adquirir un compromiso, firmar una boleta, reclutar
gente, dar direcciones políticas. Además, yo al Cenar no fui a aprender a ser
de izquierda. Yo no me quería emproblemar la vida porque yo tenía un compromiso
que era mi familia: mis padres y mi hija. Le cuento algo. En 1979 nos
encargaron hacer un cartel para anunciar la conformación del FMLN. Lo hicimos y
lo entregamos. Con ese afiche contribuimos [a la causa] y nos dimos cuenta de que
sí podíamos hacer más. Hacer más para contribuir, no para militar, porque son
dos cosas diferentes. Militar es una orden y contribuir nace del trabajo
profesional.
Manu
Bravo —ganador del Pulitzer— dijo que tomó la cámara por ideología y quería
hacerle ver al mundo lo que él vía. ¿Alguna vez estuvo usted detrás de la
cámara por…?
Ah, es que eso ya es diferente. En una pregunta
hablábamos de qué me hizo tomar una cámara. En términos generales buscaba un
oficio, una carrera profesional. Que hubo situaciones difíciles a mi alrededor,
pues eso lo viví desde pequeño. La cámara me sirvió para recopilar esas
imágenes de mi contexto de vida política, social, económica, cultural… Yo
busqué un trabajo con el cual podría expresarme.
¿Siente
que ha logrado cambiar algo con la fotografía?
He tratado de entablar un diálogo amplio con las personas
que han visto mis fotografías. Y desde su propio contexto se han expresado con
mis contenidos [fotográficos]. Incluso: he cambiado vidas. Jóvenes, hijos de
amigos y vecinos se acercaron a mí para que les enseñara fotografía. Y lo hice.
Lo hice con pasión y profesionalismo. Y lástima —porque no debería ser así— que
la vecindad enseñe. Debería de haber formación obligatoria por parte del Estado
en la especialidad de fotografía. Quizás les he enseñado a unas ocho personas.
Así como me enseñaron, pues así he enseñado yo. He dado a quince generaciones
clases de fotografía.
¿Usted
no es amigo del fotoperiodismo puro y duro? He visto que usted manipula sus
imágenes…
Ummm, no, no, no, no. Hay dos cosas que hay que ver. El
Cenar en su proceso educativo exige dos cosas: documentar y para la Universidad
de El Salvador hago diseño gráfico a partir del recurso técnico de la
fotografía que son para afiches y portadas de libros. Y eso es diferente. Mi
trabajo es de diseñador gráfico y mi técnica es fotógrafo. Además: yo soy
fotógrafo de profesión con cierto conocimiento básico del diseño gráfico. Yo he
aprendido esas dos herramientas de las artes visuales. Cuando yo entré a
colaborar con France Presse aprendí cómo se trata y se cubre una noticia y como
se procesa y cómo se lleva y cómo se transmite. [Y de la mano] con el manual de
estilo de la agencia. Además, por eso llegué a la Escuela de Periodismo de la
Universidad de El Salvador. Fotógrafo yo ya era. Laboratorista, yo ya era. Yo
no sé periodismo y por eso lo estudio. Y aprendo a cómo hacer el trabajo
gráfico, fotoperiodismo. Hubo un momento en el que me dije que en France Presse
no me iba a quedar haciendo laboratorio. No era esa mi visión. Mi visión era
reportear más, aprender más, desarrollarme, monitorear, cubrir, revelar,
editar, transmitir… Y en Reuters encuentro eso (…) He hecho mucha fotografía
artística para exposiciones gráficas, no fotográficas periodísticas. Nunca dejé
de hacerlo. Y no es cuestión de manipular. Es la imagen “dentro de…” En este caso en el diseño gráfico.
¿Cómo
exorciza los demonios de la guerra? Porque es una realidad impactante para el
ser humano…
Es impactante. Correcto. Eso no se puede olvidar. Una vez
con el Aleph [pintor salvadoreño] —él estaba a punto de pedir la mano de su
novia y su novia era amiga mía— fuimos a una finca a La Libertad que se llama
Talnique. Ya era un hombre viejo, pero no sentía valor [de hacer la petición].
Decidimos ir a la cantina a empeñar un reloj. Y no era porque no tuviera pisto.
Él quería empeñar el reloj, porque el cantinero era el tío de la novia.
Entonces el Aleph le dijo al cantinero que le sirviera un trago doble. Y él no
es bebedor. Nos dieron boca de jocote con sal. Y volvió a pedir, pero una
botella. La pidió fiada, pero después le dijo que aceptara el reloj. Un reloj
de quinientos colones. Y le dio la pacha. Salimos de la cantina y había una
gran neblina que nos envolvió. Y nos tomamos cada uno la mitad de la pacha. Al
rato comienza llorar el cabrón del Aleph. Al rato comienzo a llorar yo por la
neblina, porque me volvió a mi niñez. Y el Aleph se durmió. Le pusimos candela.
No aguantó cuatro tragos. Parecía un cadáver. Yo con la media pacha que me
eché, pues estaba feliz. Eso es parte del saneamiento. Pero jamás se puede
olvidar. Jamás.
Durante
las elecciones de 1989 entre José Napoleón Duarte y Alfredo Cristiani usted iba
en motocicleta con su colega Roberto Navas. El ejército los roció y usted salió
herido de un brazo y su colega murió. ¿Andaban haciendo un ejercicio periodístico
o andaban de farra?
No, no, no. Dentro de la parte del desarrollo… Un día
antes, dos días antes, tres días antes de las elecciones… Era una noticia mundial que un presidente
demócrata cristiano dejaba sus años de gobierno y entraban candidatos de
derecha. Entonces, como parte del periodismo —además no se vende licor, según
la ley— nosotros íbamos a comer por el Paseo General Escalón. Después de la
cobertura en el Mercado Central —previo a las elecciones— [tuvimos que enviar
el material, porque] ya había un jefe editor, ya había otros fotógrafos que
apoyaban para la cobertura. No solo éramos Roberto y yo. Entonces todos
conformamos un plan de trabajo. Terminamos la cobertura como al mediodía,
entonces fuimos a comer y la señora nos vendió dos cervezas en vasos de metal.
Entonces, procesamos el trabajo y lo enviamos. En la noche había una reunión para
asignar las responsabilidades de cada quién. Y tomamos unos tragos como toma
todo mundo. Y hay una fotografía inédita que nos tomó un español donde Roberto
bota una soda y trapea. Lo que había de fondo es que Roberto había trabajado
días anteriores y esa paga por esa colaboración, como para todos suponía, tenía
obligaciones con su casa… Y no es una coincidencia que su hija cumplía años al
siguiente día. Roberto había comprado una motocicleta un mes anterior. Esa moto
para él significaba hacer más rápido el trabajo gráfico. Y él siempre me quería
andar en la moto. Una cosa es echarse unos tragos… Por eso nunca he tenido
vehículo. Tuve para comprarme cinco vehículos, pero por mi responsabilidad
hacia los demás, nunca me compré uno. Prefiero pagarle a un taxista… Entonces
Roberto estaba emocionado con la plata y del cumpleaños de su hija. El jefe de
fotografía de Reuters me comentó que iban a haber cambios en la oficina. Me
dijo que yo —finalmente— me iba a quedar encargado de la agencia. Por ende,
Roberto iba a ser mi asistente. Esa fue una alegría para ambos. Esa fue la
razón de fondo porqué Roberto insistió llevarme a la casa [en su motocicleta].
Porque en noches anteriores salía entre nueve y ocho de la noche. Y me pagaban
un taxi. Roberto me dijo que me iría a
dejar al Hotel Camino Real. Y lógico: habíamos tomado unos tragos, pero alguien
que va borracho se cae en la primera cuadra. Llegamos a nuestro destino, pero
luego me dijo: “Mirá: por todo lo [bueno] que ha pasado, te voy a ir a dejar a
Ilopango”. Y yo le dije que no. Pero él insistió y yo le dije que tuviera
cuidado porque en el Reloj de Flores había retenes militares. Las elecciones de
esa fecha iban a ser sobre la Juan Pablo II. Y le dije que por la Coca Cola
había un retén militar y otro en Las Cabañas. También había otro en la entrada
de Santa Lucía. Y le dije que lo más difícil iba a ser entrar al túnel de la
Fuerza Aérea. Eso era lo normal para mí, no para Roberto. Y le dije que cuando
yo le dijera que parara, que parara.
Cerca del mercado La Tiendona nos paró un militar porque
vio nuestros maletines. Nos interrogó y le dijimos hacia dónde nos dirigíamos.
Ese militar se puso en contacto con los otros retenes. Y esto no es un
supuesto, porque yo vi al radiooperador saliendo de una cabina. Entonces yo le
dije a Roberto que parara, porque el tipo venía a hacernos señal de alto, mas
no sabíamos que desde otro lugar estaba un oficial con otros soldados que nos
dispararon. Esa era la orden. Si nosotros hubiésemos andado borrachos no
hubiésemos llegado hasta el lugar del accidente. Nos hubiera recogido la
Policía de Tránsito. Todos piensan que nosotros íbamos a cien kilómetros por
hora, pero no fue así. Yo le dije a Roberto, pará. Y cuando yo levanto la
pierna para pararme, un militar venía hacia nosotros. De pronto sentí la
ráfaga. Esa acción es la que me salva, pero como Roberto está en la moto, pues las balas le caen a él. Nuestro error no fue medir las circunstancias
militares de ese momento. Eso no lo medimos.
¿Tiene
en su mente el recuerdo de los hechos?
Solo sé que nos ametrallaron. De ahí no recuerdo. Sí le
puedo decir que el instinto de sobrevivencia le hace a uno acordarse de la
familia… Yo les pedí clemencia a los soldados. Los veía negros. No sé, estaba
herido… Pedí clemencia porque yo no quería morir. La gente piensa que nosotros
íbamos a toda velocidad en la motocicleta y que no respetamos la señal de alto.
Y eso no fue así. Realmente no eran retenes, eran puntos de vigilancia los que
estaban en la ahora exCigarrería Morazán… Recuerdo a un militar corriendo hacia
nosotros y venía volado con un [radiotransmisor] y vi la antena. Entonces le
dije a Roberto que parara. Y eso hizo. Cuando levanté la pierna para bajarme de
la motocicleta, sucedió entonces el rafagazo. Una de las balas le entró a
Roberto abajo del corazón. Yo vi negro y caí al suelo…
¿Se
ensañaron con usted?
¡Sí! Nos registraron. Yo perdí la noción del tiempo. [No
sabía] dónde estaba Roberto. Me dieron vuelta con el bolso que andaba lleno de
cámaras. Y recuerdo que decían: “Estos son guerrilleros. Andan explosivos o
algo por ahí”. Y yo pensé que me iban a matar. Ahí mencioné que tuve un tío que
fue coronel y que estuvo con el expresidente Duarte. Se llama Óscar Armando
Amaya Pérez. Y yo les decía: “Soy
sobrino de Óscar Armando Amaya Pérez. No me vayan a matar. Trabajo en la
Agencia Reuters”. Eso es lo que recuerdo. De ahí al hospital. De ahí hago una
recopilación [de los hechos] de lo que me cuentan otros. Si me preguntan cómo
es la muerte, pues yo diría que es un impacto bien negro. ¿Cuánto tiempo quedé en
el limbo? No sé. Ahí solo los oficiales lo saben.
¿Cómo
fue la trayectoria de la bala que le dio en el brazo?
Me pegaron en el extremo izquierdo. ¿Quién? Según la nota
periodística que la tengo guardada ahí, pues fue un subteniente que tenía la
orden de disparar a todo lo que se moviera. Y nosotros no nos movimos.
Estábamos parados y nos dispararon. El calibre de la bala fue de un fusil M16.
A Roberto le cayeron dos y a mí uno. La orden era —según amigos ahora en la
posguerra— que a todo lo que se moviera desde Soyapango hasta el Lago de Apulo
se le debía disparar. Pero esa era una orden a nivel nacional, porque al
siguiente día murió un camarógrafo de Canal 12 y a las tres de la tarde de ese
mismo día le dispararon a un periodista holandés. Y ellos no habían tomado.
¿Por qué tres muertos y un herido el día 19 de marzo de 1989? ¿Casualidad? ¿Y
por qué periodistas? Bueno, la bala me entró por la espalda, cruzó los
pulmones, me quebró las costillas, salió por la axila, pero me pasó quebrando
el hueso del antebrazo, los nervios y la arteria principal. La lesión más
grande fue la salida de la bala. Por suerte no me tocó la columna, porque si no
estaría hecho mierda.
El Chino —Mauricio Martínez, un miembro de Comandos de Salvamento—
me contó que se enteraron del hecho veinte minutos después de lo sucedido
porque podían escuchar las comunicaciones de los militares. Se hicieron
presentes y no le permitieron que nos auxiliaran. Recuerdo que me tiraron a un
camión de la Fuerza Armada y me trasladaron al Hospital Rosales. Pera ya ahí,
quizás recibieron una orden y le dijeron a los médicos que me iban a trasladar
al Hospital Militar.
Qué
paradójico. ¿Y terminó en el Hospital Militar…?
No, no, no. No fui. En el Hospital Rosales me dijo un
doctor que tenía que firmar un documento porque me iban a apuntar el brazo. Ahí
me negué rotundamente. Me negué a que me amputaran el brazo. Y el médico se
acercó y me dijo que así como le había dicho que me negaba a que amputara el
brazo, que así mismo les dijera a los oficiales que no iría al Hospital
Militar, porque ahí estaban los oficiales esperando por mí. Yo decidí que no.
Ya me había salvado de que me remataran en el lugar del atentado y de que me
amputaran el brazo… Luego me pasaron a la sala de operaciones y vi a dos
periodistas: El Pollo [Nelson Portillo] y Ernesto Rivas. Ahí les dije que el
ejército nos había disparado y que no nos habían hecho señal de alto. Tuve la
suerte de que ellos vieron dos jeep y un pick up custodiando un camión.
Entonces pensaron que algo grave había sucedido [y siguieron la caravana
militar] y se dieron cuenta que era yo. Tuve suerte
realmente…
¿Y qué cree que fue lo que lo salvó…?
No quiero que se me vea como un Rambo o Superman. Lo mío
fue puro instinto de sobrevivencia. Lo primero en lo que pensé fue en mi
familia. Mencionar a mi tío que en ese momento era coronel, pues creo que en
algo me sirvió.
¿Y
en qué momento se da cuenta de que Roberto Navas está muerto?
Nunca. Nadie me dijo nada. Monseñor —ahora cardenal— Rosa
Chávez me lo dijo. Tres días después [del atentado] él me dio la noticia. Yo ya
no estaba en el Hospital Rosales, sino en el de Diagnóstico. Parece que ya lo
habían enterrado y él me visitó. Y bueno… [A Luis Galdámez se le humedecen los
ojos y su voz se vuelve opaca. Luego retoma la conversación] De lo poco que
compartimos con Roberto —fueron dos, tres años— aquellas ganas de aprender y de
conseguirnos un buen trabajo… Fue una entrega de amistad, de sueños. De todo.
Usted
estaba en una situación difícil. En el mismo infierno le estaba lloviendo sobre
mojado. ¿Cómo asimiló la noticia de la muerte de Roberto Navas?
Fue traumático para mí. Realmente me puse muy mal. Me enfermé
más de lo que estaba. Entré en una crisis. Me tuvieron que inyectar
[tranquilizantes]. Me sometieron a un tratamiento y me mantenían sedado.
En
su recuperación intervinieron varios nosocomios. ..
Entre 18 y 25 de marzo de 1989 estuve en el Hospital
Rosales y de Diagnóstico. En esos me hicieron operaciones. Luego me trasladan a
Miami. Al Jackson Memorial voy a parar. Reuters se hace cargo de pagar mi
recuperación. Existía un médico que había atendido el mismo traumatismo de bala
en otras dos personas. Era un médico que había estado en la guerra de Vietnam y
sus tratamientos habían dado resultado. Inmediatamente vino un avión-hospital y
me llevaron. Salí de El Salvador a las once de la mañana del día 25 de marzo y
llegué a Estados Unidos a las tres de la tarde. Me quitaron la coraza de yeso,
porque me picaba. Me envían al baño, me preparan, me siento y me da sed. Pedí
una soda y me explotó todo. Yo llevaba una infección severa y con la presión
del viaje... Tuve suerte porque si eso me hubiese sucedido en el avión, pues me
muero. Llegaron las enfermeras y de una sola vez pasé a la sala de operaciones.
¿O
sea que si usted hubiese continuado en el Hospital Rosales estaría muerto?
Me muero. O me habría muerto en el avión. Suerte fue que
el avión iba rápido, porque solo iba un médico y una enfermera para atenderme.
Y desde marzo hasta agosto permanecí en Miami. Pasé cinco meses acostado. No me
levanté. Todo me quedaba pegado [al cuerpo]. Era imposible levantarme. Cuando
quería mover el brazo, puta maestro. Ese dolor… El no movimiento del brazo se
volvió una carga para el cuerpo. Pasé a pura morfina. Riquísimo eso. No
aguataba el dolor y me llegaban a inyectar morfina y el cuerpo sentía que se
comenzaba a inflar y entraba —según yo— en levitación. Pasaba dos días dormido.
Luego volvía el dolor y otra vez morfina. Y así. Después de Miami fui a Nueva
York. Me hicieron unos estudios en el Hospital Monte de Sinaí. Después regreso
a Miami otra vez [con el resultado de los estudios en Nueva York] y me someto a
terapia tras terapia. El día 11 de noviembre fue la ofensiva del FMLN. Una
junta de médicos concluyó que ya estaba recuperado, que podía mover el brazo.
Pero me dijeron que no podría mover la mano. Me recomendaron —porque el seguro
de Reuters lo cubría— que me podían amputar la mano y someterme al proceso de
un gancho. Ese día fue el peor disparo que me dieron. Y ese fue de frente. No
dije nada. Salí. Fui a la oficina del encargado de Reuters en Miami. Le dije
que quería regresar a El Salvador, pero no había vuelos. El siguiente era para
el día sábado. Y así fue: llegué a casa a las seis y media desde Miami. A las
nueve de la noche Ilopango ya estaba en la ofensiva del FMLN. Al siguiente día
me le escapé a la familia y me fui a Reuters a ver en qué podía ayudar…
Pero
imagino que en su trajín hospitalario se planteó que ya no podría tomar
fotografías. ¿O no?
Cómo no. A los médicos y a los terapistas le preguntaba
todos los días cómo iba. Ellos me decían que bien. Pero los médicos me lo
dijeron: no tendría movilidad en la mano y me quedaría en forma de garra. Y
cabal. [Aunque] yo pasaba toda la noche haciendo ejercicio, porque lo
importante era recuperarme para volver a tomar una cámara. Pero nunca imaginé
lo difícil que sería hacer fotografías con una sola mano.
¿Y
no se le cruzó por la mente buscar a una compañía que le hiciera una cámara a
su medida?
Cómo no. Siempre lo he pensado.
¿Cuánto
tiempo pasó sin tomar una cámara mientras estuvo hospitalizado?
Al siguiente día [del alta] mi fui a Reuters, no a tomar
una cámara, sino a ver en qué podía ayudar. Y comienzo a ayudar a secar las
fotografías, porque se procesaban químicamente (…) A mí me gusta enseñar y me
tomé mi tiempo para enseñarme a mí mismo qué es lo que me venía de ahora en
adelante. Y no solo eso: cómo verme ante un espejo y poderme rasurar, cómo
revelar un rollo, cómo embobinar. Vaya: aprendí a limpiarme las nalgas. Todos
tenemos la capacidad de aprender.
¿Pero
recuerda su primera fotografía después del atentando? Porque lo suyo fue un
parteaguas en su vida. Un volver a empezar.
La ofensiva de 1989 no está en mis archivos. Ni la muerte
de los jesuitas ni las masacres en Soyapango. Nada de eso. Pero después hubo
conferencias de prensa y ahí me incorporé. Empecé enfocando y aprendiendo a
disparar. Unas me salieron bien. Otras me salieron mal.
¿Usted
piensa en Roberto?
Siempre, siempre. Sí, pienso en él. Pienso en lo que
vivimos. Teníamos grandes proyectos. [Queríamos] profesionalizarnos…
Departíamos. Era un tipo con mucho humor, con mucho corazón. Con muchas
ilusiones, pero muy desordenado, muy apresurado. Y yo no soy apresurado. En eso
sí que tengo mucho cuidado. Soy loco pero no apresurado. Teníamos la costumbre
—por experiencias anteriores— con Francisco Campos, Roberto y yo [de beber
juntos]. Desde 1983 departíamos con
Francisco Campos. Y esas son otras aventuras por contar. Entonces, la prima de
Francisco Campos es la mujer de Roberto. Y ellos dos eran uña y carne. Y yo
sabía con qué amigos me estaba juntando. Nos gustaba ir a un bar que se llamaba
“El Chico”. Yo todo el tiempo lo pienso. Pienso todo lo que conviví con él. Yo
tengo sentimientos encontrados. Y no solo por Roberto. También por amigos del
Cenar que murieron antes que Roberto. Me sucede esto mismo con las
circunstancias de la guerra que retraté.
Roberto
iba a dejarlo a su casa. Él tendría que volver a pasar por los puestos de
vigilancia, pero esta vez solo. Sin usted. ¿Cree que igual siempre le habría
ocurrido algo?
Hasta ahora me puesto a reflexionar. Nunca había reparado
en eso. Pero era lo más seguro.
¿Se
siente culpable por lo que le sucedió a Roberto?
No, no. (…) Culpable no me siento porque yo me he dicho
que Roberto sembró —y ese es mi aliento— sembró una semilla de la cual ahora su
familia está en otras condiciones sociales. No lo podemos revivir, pero su
muerte llevó a la familia a vivir en Australia (…) Yo tengo contacto con la
mamá de Roberto. Reuters le hizo un homenaje. Hay una placa de granito que está
en Nueva York. Invitaron a la mamá en agosto de 1989 [para el homenaje], pero
la mamá no quiso ir sola y preguntó si podía acompañarla. Y fuimos. Hablamos.
Vi al hermano de Roberto. Hablamos, pero no tocamos el tema. Tampoco tocamos el tema de Roberto. Ni ella ni yo lo
vamos a tocar. Ahora: yo creo que cualquiera en su interior como ser humano
siente [la pregunta], ¿por qué yo estoy vivo?
¿Tiene
pesadillas con el monstruo de la guerra?
No. Frustraciones sí tengo. He soñado que me he
encontrado en lugares en los que no había llevado el bolso con mi cámara. Y eso
se me hizo realidad. Esa frustración por treinta años, porque pasé dos años y
medio en France Presse y veintiséis en Reuters. Recibí regañadas por no llevar
la cámara o por no estar en el lugar correcto… Y hace poco hice realidad [la
pesadilla de no llevar la cámara]: iba a pagar el recibo del teléfono, luego me
fui para la Universidad de El Salvador a hablar con Mario Castrillo. Yo que me
subo en la ruta 44 y a la altura de Los Cebollines veo a mi lado izquierdo y
veo una gran humareda y estaba agarrando fuego el ministerio de Hacienda. Me
bajo del transporte, pero sin cámara. Me voy [al lugar del siniestro] a prestar
una cámara, pero nadie anda una segunda cámara. Solo me tocó que ver. Ahí
cumplí o se desarrolló lo que por largos años he soñado: que me iba a encontrar
un lugar y que no iba a poder tomar una fotografía. [Aunque] estuve en el lugar
de los hechos, pero en periodismo no vale. Eso solo es una historia verbal.
¿Francisco
Campos y usted no fueron rivales? [Incluso el jurado del Premio Nacional de
Cultura 2017 se debatió entre ellos dos como finalistas]
Yo nunca lo he visto como un rival. Por ahí guardo una
nota en la que él me dijo: “Hey, viejo: nos están tirando al pleito”. Y yo le
dije: “Chico, te voy a aclarar una cosa: yo nunca he trabajado una fotografía
ni me he metido en competencia para pelear con un amigo. Yo he trabajado [de
acuerdo] a la posibilidad de mi conocimiento”. Eso se lo dejé bien claro. A
Francisco Campos y a mí nos une una amistad muy profunda.
Y si
en sus manos hubiese estado la posibilidad de entregar el Premio Nacional de
Cultura, ¿a qué fotógrafo de El Salvador se lo hubiese entregado?
Yo no determino por nombres. Yo he sido jurado. Cada
convocatoria tiene su propia razón de ser con respecto a las bases. Y eso algo
muy delicado para quien convoca. El Premio Nacional de Cultura no es un
concurso, es un [reconocimiento] a una trayectoria. Y la trayectoria puede ser
de dos tipos: práctica y desde la investigación. Se puede ver desde la
pedagogía, la enseñanza, de la promoción y de la difusión. Esas son cosas
importantes. Así lo entiendo yo. Eso no lo determina la persona, lo determina
el trabajo, [la obra].
¿Cómo
manejaba sus emociones durante la guerra?
Nadie escapa de eso. Hay
cosas que solo la familia sabe. El solo hecho de estudiar en la Universidad de
El Salvador y ser fotoperiodista lo ponen a uno en una lista de gente no grata.
Las colaboraciones con una imagen o un cartel para equis organización como
podría ser un comité de madres, familiares de desaparecidos, o para una asociación…
Yo colaboré a que mis imágenes hayan tenido otro tipo de divulgación… Cuando a
los apresados les preguntaban quién les colaboraba, ellos decían: “Luis
Galdámez”. Esto produjo un atentado de parte de la Policía de Hacienda en mi
casa en 1985. Por suerte no había nadie, pero estuvieron tres horas dándole
vuelta a toda la casa. Me señalaron como colaborador de la guerrilla porque
habían agarrado a un compañero de la universidad. Él dio mi nombre y el de
Guillermo Mejía [el Gato]. Al siguiente día, el gremio de corresponsales
reclamamos al presidente José Napoleón Duarte y él nos remitió a su secretarios
de comunicaciones (Julio Adolfo Rey Prendes) y este preguntó al director de la
policía (López Nuila) y este nos mandó a llamar a su despacho y nos dijo que
perdiéramos cuidado. Que él no sabía de esa acción y que los mandos medios a
veces tomaban decisiones [por ellos mismos]. El gremio pidió a la embajada de
México que nos exiliaran. Y me dijeron que si yo estaba listo me sacaban del
país. A Guillermo y a mí. Mi decisión fue decir que no porque yo no había hecho
nada.
¿Tiene
alguna anécdota triste que le haya ocurrido durante la guerra y que haya
marcado su vida?
Sí. Hubo un atentado al
Estado Mayor. Quizás fue en 1990. Yo andaba cubriendo eso y también andaba otra
persona. La guerrilla tiró una bomba que iba para el Estado Mayor, pero cayó
detrás del objetivo y fue a parar a una comunidad y mató a un infante. El
cuerpecito quedó destrozado. Entonces el general Ernesto Mauricio Vargas [Chato
Vargas] para robar el contexto se acercó al cuerpo, lo acarició mientras que el
otro fotógrafo [retrató el hecho]. Eso es manipular la escena. Aquello me dio
tristeza, porque alguien que conoce y sabe en qué circunstancias se dio ese
hecho, ¿cómo es posible que un tipo juegue con la escena para sacar crédito de
eso?
¿Y
tiene algún recuerdo donde haya visto que en plena guerra sucediera un hecho humanitario,
heroico, solidario…?
Sí. Yo estaba en France
Presse. Hicieron una convocatoria pero nadie asistió. El tema era que unos
guerrilleros heridos iban a ser auxiliados humanitariamente por el ejército.
Entonces yo fui. Era en un cerro de San Miguel. Había un tipo herido, un
guerrillero y una mujer. Eran tres en total. Ahí estaba todo un batallón con el
coronel. Al tipo herido lo encontraron dentro de un tatú [túnel subterráneo
para protegerse de los bombardeos] cuando el ejército iba caminando por ese
cerro pelón y el último soldado se fue en el hoyo. Entonces encontraron al
guerrillero herido. Lo encontraron con la pierna engusanada. La tenía mutilada.
Entonces el ejército decidió mostrar [el gesto humanitario] a la prensa. Pero
yo me puse a pensar que no fue un gesto humanitario, sino que el guerrillero
tuvo suerte de que lo encontraran, porque había un operativo fuerte. Ese tipo
se habría muerto ahí [en el tatú]. Me pregunté qué iba a hacer ese tipo [en
adelante con su vida]. Esas son las imágenes que a uno lo dejan marcado.
¿Intuyó
en algún momento que la guerra se acabaría?
No, no. Nunca lo intuí.
Nunca pensé que iba a terminar.
¿Cuáles
son las secuelas de retratar el monstruo de la guerra?
Las secuelas de la guerra es
preguntarse qué ando haciendo aquí. Ver el sufrimiento de las familias de las
víctimas… Uno ha visto tantas escenas, pero el olor a muerto le revuelve la
cabeza… A mí nunca se me ha quitado el olor a muerto. No me deja fotografiar
porque me revuelve todo.
Y
cuándo se firmó la paz en 1992 no se preguntó: ¿y ahora qué hago?
Por mis compañeros de
trabajo (Marcos Alemán y extranjeros) aprendí —en Reuters— que no solo
cubríamos y enviábamos fotografías de muertos. También enviábamos de fútbol, de
miss universo, economía con respecto al café. Eso hacíamos en Reuters. Los
editores sabían que dentro de una guerra hay alguien que ve fútbol. Entonces, para
mí —tras el fin del conflicto bélico— no fue extraño darle seguimiento a los
personajes de la guerra. O de economía. Apareció el fenómeno de las pandillas y
lo registramos. Pero era algo que yo no creía.
¿Por
qué cree usted que las redacciones no valoran al fotoperiodista y lo ven como
un peón, un relleno?
Los periodistas no tratan
con la misma calidad profesional a los fotoperiodistas. El redactor cree que
tiene derecho a la investigación y la publicación y que las fotografías solo
sirven para ilustrar. Y claro: ese es el cometido, pero la ilustración de una
temática se lleva profesionalmente a fondo. Un reportaje gráfico lleva tiempo,
investigación, profundidad, etc. Una imagen de un hecho noticioso ilustra el
momento, pero como el redactor lleva el relato propio de la noticia piensa que
la imagen no tiene contenido. Creo que los redactores desprecian la calidad del
público, y por ende, al fotoperiodista lo ven como algo mecánico. Y eso [no
creo] que se culpa de los redactores. Es culpa de la política de las empresas.
El
Salvador salió de una guerra para entrar a otra: la de las pandillas. ¿Usted en
cuál ha desempeñado mejor su trabajo como fotoperiodista?
Por mi experiencia personal,
una guerra anunciada entre dos bandos es más viable [Luis Galdámez opina que
vivimos una nueva guerra, pero silenciosa] para ir a los escenarios, para
preguntar y retratar después de la confrontación bélica. Y ese fue lo que nos
enseñaron: ilustrar lo que pasó, porque hay víctimas. Yo me sentí más cómodo
durante la guerra como fotoperiodista que ahora. Siempre digo que en estos
tiempos el que atenta contra uno es un fantasma aunque lo estemos viendo. El
tema [de las pandillas] es bien complejo.
¿Lo
han censurado o se ha autocensurado?
En mis veintisiete años de
estar con las agencias, yo decidía lo que iba a publicar. Lo que no me iba a
permitir es enviar una fotografía desenfocada o sin su escala de grises. Si
enviaba una o diez, pues las enviaba bien hechas. Uno mismo es el que
investiga, el que cubre el suceso, el que elige el material en el camino, edita
y envía. Esa es la ventaja [de trabajar en una agencia]. Mientras que en las
estructuras de las empresas periodísticas el redactor decide, luego el jefe
editor y al final el director del medio es el que decide. Y esa es una censura
para el fotoperiodista que labora para esa empresa.
¿Alguna
vez ha llorado detrás de la cámara mientras registra un suceso?
Sí, he llorado detrás de la
cámara. Y a escondidas. Hay cosas que no son muy asimilables como ser humano.
Hay muchas cosas que en el desarrollo de la guerra civil la familia de uno
salió afectada. Bastante [afectada]. La muerte de unos jóvenes y entre ellos
estaba una muchacha embarazada. Le sacaron el niño [los miembros de la
seguridad del Estado]. Yo registré [la escena]. Con temor la registré en el año
de 1978. Los hechos fueron el domingo. El lunes salió Roberto Aldana con una
nota: “Subversivos de Ilopango mueren en un enfrentamiento al intentar
incendiar la alcaldía de Ilopango”.
¿Alguna
vez ha vivido alguna paradoja mientras realiza su trabajo fotoperiodístico?
Al principio yo mostraba mis
fotografías. [Registré] a un señor que había muerto. Él andaba ebrio y pasó una
calle y había una tormenta y la calle se había inundado [y la correntada] se lo
llevó. Entonces, no habían reconocido el cuerpo. Me dio por tomarle fotografías
a las manos y a los pies. Nunca le tomé la cara. Tenía un gran anillo. Me
revelaron las fotografías y las enseñé a alguien de la colonia. Y resultó que
al señor tenían ocho días de andarlo buscando. Lo habían enterrado como
desconocido. Y a quien le enseñé la fotografía reconoció el anillo. Y eso
sirvió de evidencia para ir a la alcaldía y exhumarlo.
¿Cuál
es su técnica favorita?
[Profundidad de campo] Me
gusta ver todo. Fotográficamente a mí me gusta trabajar con un lente gran
angular, porque a través de lo que he ido viendo de otros fotógrafos, pues me
gusta relatar todo. Me gusta que los elementos se visualicen bien. Hasta las
nubes.
¿A
quién nunca le haría una fotografía?
Nunca me he puesto a pensar
en eso (…) [Los fotoperiodistas] en la práctica le tomamos a d'Aubuisson como a
Rosa Chávez. Les tomamos a los militares y le tomamos a los guerrilleros…
[Quiero] tomarle una fotografía al que ordenó dispararme. O tomarle una
fotografía al que me disparó. Siempre he andado eso en la cabeza. Pensando [la
posibilidad].
¿Lo
haría como un ejercicio emocional?
Sí. Me pondría enfrente y le
diría: “Te he tomado una fotografía. En una circunstancia bajo tu orden… Igual,
vos cumpliste y yo he cumplido con mi profesión. Lograste matar a uno y herir a
otro. Aquí pues, te regalo esta imagen. Veintiocho años después”.
¿Es
muy recurrente en usted ese deseo, pensamiento?
Eh… Tengo por ahí mis
archivos guardados. Es parte de la investigación.
¿Ha
rastreado a la persona que le disparó?
Por las notas periodísticas
de ese momento, sí. Tengo el nombre. Tengo el nombre del oficial y fue sometido
a un proceso judicial como lo estipula la ley, pero al final fue absuelto
porque la otra parte de ese hecho no puso mayores cargos. Pero eso no quita
[que lo sucedido] se me haya olvidado.
¿Qué
tan cerca ha estado del paradero del responsable del atentado?
Yo creo que he estado cerca.
Cómo es la historia [de paradójica]. Tantos retenes que nos detuvieron para no
cubrir el hecho noticioso. Pasada la guerra, un conocido oficial y parte de las
comunicaciones del Estado Mayor de la Fuerza Armada me invitó a dar una charla.
La di en el Estado Mayor y el auditórium estaba lleno. Y creo que ahí estaba el
oficial que dio la orden que nos disparan a Roberto y a mí. La charla era de
cómo los fotoperiodistas habían cubierto la guerra y estaba dirigida a
oficiales. Duró una hora con veinte minutos. Al final me dieron un diploma.
¿No
se quebró en ese momento? ¿No se sintió vulnerable?
No, no, no, no. Yo sabía a
lo que iba. Y creo que ahí estaba [el oficial que dio la orden de disparar
contra Roberto Navas y Luis Galdámez].
Tengo
una curiosidad: ¿y si finalmente encuentra a la persona que le disparó?
Creo que se acordaría que en
aquel atentado un fotógrafo le pidió clemencia. Y que no éramos lo que ellos
decían: guerrilleros. Creo que mi clemencia no se le olvida.
Hace
la fotografía. ¿Qué haría con ella?
Se la regalaría.
¿No
lo golpearía? ¿No le daría rabia al verlo?
No, no, no. Yo no padezco de
eso. De eso no voy a morir.
¿Y
le daría la mano?
Claro que le daría la mano.
Y le daría esta que me jodió. Yo no doy la mano derecha, doy la izquierda.
Alguna gente se molesta y piensa que soy de izquierda. Ignorancia. Si esta mano
es fea. Es una garra. Mire, toque. ¿Usted cree que le voy a dar esta mano a un
culo? Nombre.
Hay
algo que no me queda claro: ¿anda en busca del oficial que dio la orden o del
soldado que disparó?
Del oficial que dio la orden
que nos dispararan. También tengo el nombre del soldado. Ahí tengo el de ambos.
Hagamos
un giro. ¿De quién le gustaría ser fotógrafo oficial?
De un presidente. Registrar
la vida de un presidente es interesante, porque alrededor de él hay otras
personalidades.
Desde
la guerra y tras la firma de la paz, ¿de qué presidente le hubiese gustado ser
el fotógrafo oficial?
De José Napoleón Duarte. Fue
un hombre carismático.
¿Cómo
se siente de haber sido elegido Premio Nacional de Cultura 2017?
Me siento comprometido a seguir regando esta semilla como
lo he venido haciendo. El reconocimiento o premio es parte de estos buenos
estímulos que todo ser humano desea
alcanzar y que enhorabuena, pues este
llega en el momento menos esperado. Un peldaño más de vida de un
profesional que llena de mucho gozo
y orgullo a toda la familia y
a todos los que creyeron en el desarrollo de la
formación. Este estímulo abre una
ventana más para poder seguir
abonando las experiencias vividas y
aprendidas de un alquimista comprometido
hasta la última oportunidad de vida.
Encontré
voces que me dijeron que los dados estaban cargados y que buena parte del
jurado —por no decir todos— simpatizaban con usted. Incluso, algunos fueron sus
discípulos. ¿Qué piensa de esto?
Yo no me propuse. Me
propusieron. Y no iba a ser malcriado y tampoco iba a negar mi carrera
profesional, porque negaría toda mi vida (…) Yo creo que su pregunta debería
hacérsela a los miembros del jurado (…) En lo personal no me siento en el
banquillo de los acusados. No tengo porqué. [Si lo que le dijeron a usted fue]
desde adentro del jurado, yo creo que eso es falta de ética porque es un
irrespeto al resto de miembros del jurado. El jurado no lo escogí yo ni los
otros participantes. Un jurado tiene sus propias normativas y no todos eran
fotógrafos. Lo que sí hay que ver es la parte histórica del premio. ¿Por qué
alguien con mayor edad siempre gana? Aunque en la participación —en todas las
ramas— hay gente joven.
¿Qué
opinión tiene sobre la violencia que vive El Salvador? ¿Usted le ve rumbo a
este país?
La espiral de violencia cada
vez se hace más grande. Yo no le encuentro terminación. No le encuentro salida.
Se me pone la carne de gallina al ver y saber el número de muertos que hay por
una violencia que no es una guerra [civil]. La violencia y la situación
sociopolítica envuelven a toda la familia. Y no solo por los que matan, sino
por los que están presos también, porque son señalados como pandilleros. Y
cuando uno ve el sistema, no es fácil. En lo particular y sumándome al más del setenta y cinco por ciento de la
ciudadanía a pie, creo que esta espiral de inseguridad y de precarias
condiciones de vida nos llevan a un rumbo acelerado de desbordamiento —donde
hoy en día como en años anteriores— a los más pobres les toca poner la peor parte y que las víctimas solo
las familias cercanas las lloran y las recordarán. El Salvador es: ¡un montón
de gente en un autobús sin frenos, en
bajada y con curvas!
¿Y
políticamente cómo ve al país?
En el mismo rumbo [es decir:
sin salida] (…) Hay corrupción, falta de oportunidades, no acabar con la
violencia, porque este espiral [de violencia] va a aumentar. Que gane un
partido de derecha o de izquierda [la violencia va a aumentar].
¿Y
usted cree que el FMLN defraudó a la población?
Sí, sí, sí. Ellos políticamente prometieron, no una casa
en la colonia Escalón para cada uno de los miembros que luchó, pero al menos en
democracia, aunque se ponga en tratados, pues no cumplen [sus promesas].
Y a estas alturas del partido, ¿siente que
tiene alguna deuda fotográfica con usted mismo?
La deuda es mantener y seguir manteniendo la llama de un “loco
alquimista” y poder ayudar a materializar los “sueños de otros locos”,
contribuir y tratar de lograr ciertos
cambios de pensamiento y de vida en la sociedad salvadoreña.