jueves, 18 de enero de 2018

Luis Galdámez: Me sentí más cómodo durante la guerra como fotoperiodista que ahora




El día 18 de marzo de 1989 la vida de Luis Galdámez cambiaría para siempre. Eran las once de la noche. Iban en la nueva motocicleta de Roberto Navas. Él era una especie de fotógrafo colaborador de Reuters. Luis Galdámez lo había reclutado para la agencia. Sería su asistente.

Roberto Navas iba feliz por tres razones: le habían pagado unas fotografías, el siguiente día sería el cumpleaños de su hija y ya tendría un ingreso fijo en Reuters. De contento, Roberto Navas le dijo a Luis Galdámez  que lo iría a dejar a su domicilio en Ilopango.

Pero aquella felicidad las balas de un fusil M16 la harían añicos cuando equipos de vigilancia del ejército los detuvieron y dispararon. Roberto murió y Luis perdió su brazo derecho. Luis cayó al suelo y pidió clemencia. Gritó que tenía un tío que fue coronel y que estuvo con el expresidente José Napoleón Duarte. 

“Y yo les decía: Soy sobrino de Óscar Armando Amaya Pérez” cuenta el fotoperiodista.

Según Luis Galdámez “la bala me entró por la espalda, cruzó los pulmones, me quebró las costillas, salió por la axila, pero me pasó quebrando el hueso del antebrazo, los nervios y la arteria principal. La lesión más grande fue la salida de la bala. Por suerte no me tocó la columna, porque si no estaría hecho mierda”.

Su recuperación fue en Estados Unidos. En el Hospital Rosales afirma que habría muerto. Pasó más de cinco meses acostado. No hacía más que eso con buenas dosis de morfina para calmar el dolor.

A Roberto Navas lo conoció en coberturas periodísticas. Él trabaja en radio haciendo notas periodísticas, pero a él lo que le gustaba era la fotografía. El fotoperiodista lo invitó a que llegara a la oficina de Reuters para que se adentrara en el fotoperiodismo.

“Le enseñé fotografía, le gustó. Tiene la oportunidad  de hacer coberturas y le pagan. Nos unimos alrededor de dos años y medio. O tres”, cuenta el actual Premio Nacional de Cultura 2017. Este es el máximo galardón que entrega el Gobierno de El Salvador a una figura sociocultural  destacada.

El Cenar: el camino hacia escribir con luz
Luis Galdámez nació en la Finca San Luis del Guineo —a unos ochos kilómetros del pueblo de Comasagua, La Libertad— el día 23 de julio de 1955. Tiene 62 años cumplidos. Su padre era un escribiente que recibió empleo en la finca gracias a su buena ortografía y caligrafía.  Su madre era la centinela del hogar.

Después de ser un “hacelotodo”, Luis Galdámez entró a estudiar al Centro Nacional de Artes (Cenar) en 1974 y se graduó de ahí en 1976 como bachiller en artes plásticas en la especialidad de dibujo arquitectónico.  Este peldaño académico estaba vinculado con el ministerio de Educación y le permitió ejercer la docencia.  Y así lo hizo: fue docente desde 1977 hasta 1993.

“Es lo mejor que me haya pasado”

La fotografía no fue una materia en el Cenar.  Fue una especie de pincelada muy básica e informativa sobre el uso de la cámara y el revelado de rollos fotográficos.  Y la impartían en otras especialidades como pintura y dibujo comercial. No así a los de dibujo arquitectónico. La terquedad de Luis Galdámez lo llevó a colarse en aquellas secciones donde figuraba el tema de la fotografía.  Luego terminó convirtiéndose en mentor de muchas generaciones. Renunció a seguir enseñando su especialidad —dibujo arquitectónico— y se quedó exclusivamente con la fotografía.

Sus primeras publicaciones figuran en un periódico que se llamó La Cofradía y en otro que llevó por nombre Arte Popular. Ambos proyectos editoriales estaban vinculados con el ministerio de Educación.

“El Cenar es el culpable de que yo sea fotógrafo, de que sea fotoperiodista”, afirma el ahora reportero gráfico freelance.

El Cenar no escapó de las garras de la guerra. Este recinto era cateado cada cierto tiempo por los cuerpos de seguridad del Estado. Ellos creían que este centro educativo enseñaba más de lo que debía y lo relacionó con un lugar de operaciones de la guerrilla.

Luis Galdámez se convirtió en fotógrafo gracias al Cenar. Ya sabía cómo hacer una fotografía, pero no tenía ninguna noción de cómo se hacía desde el fotoperiodismo. Aun así empezó a documentar la preguerra. Por ejemplo: en 1977 registró la masacre que ocurrió en el Parque Libertad de San Salvador en el contexto de la candidatura presidencial de Ernesto  Claramount. Hizo las fotografías y las guardó en su trabajo. No tenía dónde publicar y tenía miedo de que los cuerpos de seguridad del Estado se enteraran de lo que hacía con su cámara. Otro hecho que registró y lo marcó para siempre fue la matanza de seis jóvenes en el parque central de Ilopango. Otra vez la seguridad del Estado ataron a unos jóvenes y los asesinaron a quemarropa. Entre las víctimas estaba una joven embarazada. La versión oficial —y que reprodujeron los periódicos— es que los fallecidos pretendían incendiar la alcaldía de Ilopango y se enfrentaron con efectivos de la Guardia Civil y murieron en el enfrentamiento. Luis Galdámez sabía que aquello no era cierto porque fue testigo directo. Cuando la zona fue abandonada por los agentes, Luis Galdámez fotografió toda la escena. Pero se encontró con un problema: tenía —otra vez— miedo y no tenía ningún sitio dónde publicar. Así que sacó el rollo hacia Estados Unidos. En la actualidad está intentando recuperar esas fotografías.

Luis Galdámez supo que quería ir más allá del hecho de sacar una fotografía cualquiera. Se fue a estudiar periodismo a la Universidad de El Salvador. Vio de todo, menos fotografía. Pero supo cómo rastrear un hecho, cubrirlo, revelarlo, editarlo, enviarlo y darle seguimiento.

Entró a trabajar a la Agencia Francesa de Prensa en 1984 hasta 1986. Le dijo a su mentor (Iván Montecinos) que iría en busca de otro camino. Buscaba otro tipo de experiencia y sin cobrar ni un centavo se alistó como asistente en la Agencia Reuters. Su tozudez le permitió ser el responsable —finalmente— de ese centro de información global. Ahí permaneció veinticinco años (de 1986 hasta 2011).

La familia es numerosa. Estaba conformada por sus padres y abuelos y los otros cinco hermanos de Luis: Óscar, Saúl, Héctor, Roberto, Herbert Rivera Galdámez.

Me parece que usted es muy aficionado a la cerveza…
Es parte del desarrollo cultural. En la convivencia de alumno profesor hicimos ese aprendizaje, porque uno se va formando, desarrollando y aprendiendo. En el Centro Nacional de Artes (Cenar) las tertulias eran parte de terminar un taller, un año de formación y con toda esa convivencia decíamos en el Cenar: una buena espuma hablada, conversada. Nos enorgullecía que los profesores nos dieran esa confianza y sentarnos con ellos a hablar con cerveza.

¿Y cuándo fue su última resaca?
Hace tres años. A mis 62 años el cuerpo ya no aguanta. Hace treinta años soportaba, pero los años suman y le pasan la factura a uno.

¿Y a qué se dedicaba antes de tener una cámara fotográfica en sus manos?
En la época de 1965, 1968 y 1970 vendía plátanos en Soyapango. Yo era un niño y le ayudaba a una señora a hacer su venta de calle. Me daba veinticinco centavos de colón por venderle dos docenas. En los días de pago esta señora llevaba quesadillas y tamales y yo le hacía los viajes en una carreta. En esa rebúsqueda de tener veinticinco o cincuenta centavos hacía lo que le conté.  A partir de los trece años  busqué algunos vecinos que hacían manualidades. El material era el cacho de buey y hacíamos figuras de tiburones y peces y esas las vendíamos en el aeropuerto de Ilopango.

¿Y qué hacía con la plata que obtenía?
Ah, pues me compraba mi camisa. Me compraba ropa, porque éramos seis hermanos y no alcanzaba [el dinero]. También aprendí sastrería. Nunca fui sastre porque nunca pude cortar un pantalón y armarlo. Yo ganaba dinero también de esto. También hacía boinas con la tela que sobraba. Tuve un grupo de seguidores por el trabajo que hacía. Me pasaba tres, cuatro, cinco días y las vendía en cinco colones.

Su historia tiene paralelo con la de Francisco Campos. Él hacía cuturinas. Bueno, era un hacelotodo, también…
Ah, no sabía. Pero es la necesidad la que nos obliga. Mi padre trabajaba todo el día y mi madre me daba la manutención. Entonces, uno solo tiene que informarse. Recuerdo que escuchaba Radio Cadena YSKL y yo no perdía la oportunidad de ganar un premio a las diez de la mañana. Me ganaba un premio: una lámpara. Me iba rapidito a contestar y yo sabía que la lámpara era una fuente de ingresos. Así que la vendía en diez colones. Fui vendedor de periódicos. Me pagaban tres centavos por cada periódico. Los domingos vendía El Diario de Hoy.

¿Y cómo está conformada su familia?
Soy el hermano mayor de seis hermanos. Todos varones. Nos llevamos como un año y medio de vida. Nacimos casi seguiditos. También estaban mis abuelos. Somos una familia muy numerosa.

¿Cómo definiría su niñez?
Buena, porque la viví.

Y por ser el mayor, ¿cómo fue la relación con sus hermanos?
De mi segundo hermano no puedo decir que seamos gemelos, pero fuimos uña y carne. Nos defendíamos mutuamente porque éramos muy inquietos y vagos. El mismo castigo que me daban a mí se lo daban a él por hacerme caso. Mi tercer hermano era más independiente. Mi cuarto hermano siguió mis pasos y estudió el bachillerato en arte, pero se metió a las organizaciones estudiantiles y luego a los movimientos populares. Luego se ausentó por periodo muy largo que fue duro para mis padres. Murió hace unos cuatro años. Y el resto de mis hermanos fueron más independientes. Pero fue mi segundo hermano mi carnal. Se llama Óscar. Siempre seguimos en comunicación, porque él dice que soy su referente. 

Si tuviera que  decir algo amargo que haya vivido en su niñez, ¿qué sería?
Nada. No tengo nada de amargura. Ni la cerveza es amarga para mí. Tengo tan latente en mi cerebro y en mi corazón las vivencias de niño: las travesuras que le hice a mi abuela, lo que vi en mi entorno, las fiestas patronales de Comasagua. Ahí llegaba un negrito a vender tostadas de yuca y plátano. Para mí eso era extraordinario ver un negrito. Negrito de verdad. Ver los juegos de lotería, Semana Santa. [O recordar] la vez que unos adultos me echaron en pleito con otro de mi edad, le pegué en la nariz y fui el campeón. Al siguiente día me cachimbeó en la escuela. ¿Cómo voy a olvidar todo eso? Todavía lo tengo latente. Todo aquello me dio una gran felicidad. Mis abuelos eran conservadores y pobres, pero nos cuidaban. Siempre estaban pendientes de los materiales didácticos y útiles escolares y mis papás nos mandaban veinticinco lápices para todo el año. Yo los cambiaba por chibolas y trompos.

¿Y en qué momento de su vida aparece la cámara fotográfica?
En Comasagua —a unos diez metros donde vivía mi abuela— estaba el fotógrafo del pueblo. O sea: oficial porque era el único. Su nombre era Adán Tomasino. Era un tipo muy alto de una complexión muy fuerte. Decía mi tío que era hijo de un alemán. El señor era tartamudo, fotógrafo, hojalatero, barbero, sastre, carpintero y albañil. Los domingos él sacaba su cámara y le hacía las fotografías al que las necesitase para alguna documentación. Nosotros los cipotes jugábamos alrededor de él y estábamos listos para recoger el negativo. Veía el cajón con aquel paño negro. No metía la cabeza. Eso sería mentira. Metía la mano y miraba el proceso de la alquimia y veía cómo caía el papel. Nosotros nos preguntábamos porqué la gente salía negra. Y en ese juego me dio a mí por dibujar. Una tía que vendía productos de belleza llevaba una cámara y era de ese formato de cajón. Me preguntaba cuál era la diferencia de esa cámara con la otra que había visto. Y era lógico: los clientes [de Adán Tomasino] se llevaban el positivo. Eso y el dibujo me fueron dando una forma de expresión, de una necesidad muy interna. Llegué a Ilopango y repetí cuarto grado por andar vagando. Me quedaba aplazado por andar jodiendo. Yo no era bueno para dibujar, pero le hacía los dibujos a la profesora. Eso era puntos para mí. Era mi salvación y me expresión. En las manualidades tenía que pensar en las formas, el volumen, la figura. Y a través de una exposición de pintura en la Feria Nacional en San Martín —donde estudio— conozco el Cenar.  Me clavé viendo una pintura grande. Era de García Ponce. Nunca se me olvidó ese cuadro. Yo pregunté qué era el Cenar. Y me dijeron que era un instituto en artes. Supe que cuando terminase el plan básico, eso quería estudiar.

Cuando terminé el plan básico, pues salió en el periódico un anuncio que decía: “Se necesitan talentos que aprendan a bailar”. Voy a Canal 2. Hago la audición y quedo en el grupo. Eso fue en 1973. Los que iban a aprender a bailar iban a hacer la coreografía de un programa que saldría a color por primera vez en Canal 6. Era un gran elenco de grandes artistas. Aprendí a bailar [música] de la época de 1920 tipo charlestón y otros pasos modernos. Me hice amigo de estos grandes artistas. Entre ellos estaba Carlos Velis [un artista multifacético]. Iba a su casa ahí en La Rábida.  Él me da toda la información del Cenar. Nos dijeron que nos iban a dar doscientos colones, pero finalmente nos dieron treinta y cinco y un pantalón marca Búfalo. Una gran bajada que nos dieron. El programa salió excelente y nosotros en el pueblo éramos los artistas que habíamos salido en televisión. Así que ese fue el trampolín hacia el Cenar. Yo ya tenía bien claro lo que iba a estudiar. Pasé el examen. De treinta salimos como veinte. Yo no tuve mentores ni dirección por parte de familia. Entonces aprendí a ser autosuficiente para sobrevivir. Muchos de mi edad quisieron entrar al Cenar, pero no pudieron. Mientras yo estudiaba, ellos andaban fumando marihuana. Y tenían posibilidad económica. Y nadie quedó. Entonces: todos quieren, pero no todos pueden. Lo mío no fue suerte. Fue cuestión de actitud. Todos buscamos una forma de vida. Yo desde pequeño busqué una forma de vida.

¿Recuerda su primera asignación fotoperiodística?
Fueron las conferencias de prensa del expresidente José Napoleón Duarte.

¿Y el primer escenario de la guerra que tuvo que retratar?
Hubo algo sorprendente de ver y yo no estaba en el proceso de prensa como fotógrafo para aquello. En 1978 o 1979 mataron a seis jóvenes en el mero parque de Ilopango. La Guardia o la Policía de Hacienda los amarraron en la concha acústica y los acribillaron. Entre esos seis jóvenes estaba una muchacha embarazada. Entonces, yo ya sabía fotografía y tenía una cámara y tomé fotografías del hecho. Pero yo no hallaba qué hacer con esas fotografías, porque yo todavía estaba en el Cenar [y no era periodista]. Con temor le di aquellas fotografías a un amigo que trabaja en Estados Unidos haciendo limpieza en un laboratorio fotográfico de una universidad. La intención era que él las procesara y las guardara. Hasta el día de ahora no he visto esas fotografías. Pero ese era mi contexto: Ilopango. Y ese hecho —en una noticia que decía el periodista Roberto Aldana— figuraba que esos jóvenes habían muerto en un enfrentamiento queriendo tomarse la alcaldía de Ilopango. Y eso no fue así. Yo tuve temor. Era un gran temor porque yo no trabajaba para ningún medio. ¿Quién me iba a respaldar? Y ese hecho fue un amedrentamiento para los que se estaban organizando en Ilopango. Y eso era una muestra de lo que le iba a pasar a todos los jóvenes de ese lugar. Por eso saqué esos rollos [del país].

¿Y en qué momento agarra la cámara y se dice: voy a retratar la guerra en El Salvador?
Después de llevar unos talleres de fotografía. Yo soy bachiller en arte. En mi época estaba avalado por el ministerio de Educación, porque no es un diplomado, no es un taller.  No es algo sin peso académico.  Eso me permitió dar clases por quince años en el Cenar y tener una categoría dentro del eslabón magisterial.  Luego opté por estudiar periodismo en la Universidad de El Salvador y estudié tres años y medio.  Iba porque quería aprender fotografía, pero de fotografía no había nada [ni hay]. Esto me permitió colaborar en las agencias de noticias. La primera fue France Presse. Fui asistente del corresponsal que era Iván Montecinos y fui aprendiendo cómo cubrir una noticia…

¿Qué aprendió de Iván Montecinos…?
Como mentor me abrió las puertas, pero por mi trabajo. Mi primer trabajo de laboratorio en el que se tenían que presentar álbumes no me costaron. La calidad que tengo él la vio. Me preguntó cuántos años tenía y me dijo que me fuera a trabajar con él.

¿Tuvo alguna anécdota con él…?
En 1983 Iván Montecinos me dijo que llegará temprano a la agencia. Lo hice. Él ya estaba listo. Tenía que cubrirse el bombardeo de Tenancingo (departamento de Cuscatlán). Iván me dijo: “Ya no hay cupo. Ya llevo a otro”. Y ese otro era Carlos Rivera. Me quedé en el parqueo con los brazos cruzados. Y me dije que tenía que madrugar más…

Siendo honestos: ¿usted cree que superó a Iván Montecinos…?
Eh… No. Son distintas épocas. Hay que partir de los principios. Es muy importante la formación académica. El aprender bien y desarrollarse practicando hacen una buena labor con lo que uno quiere expresar. El Cenar a mí me permitió todo eso. Iván tenía una experiencia de la escuela y ese desarrollo y aprendizaje es que estaba con los corresponsales extranjeros. Podía hacer fotografía y podía hacer la parte de reportear. Él llevaba cinco peldaños de ventaja, pero yo era un asistente responsable. ¿Qué tal si hubiese hecho mal la cobertura de la muerte de los marines en la Zona Rosa y en la revelación estropeo el rollo? Me mata. De eso yo estaba seguro [de mi calidad en el laboratorio]. Yo no tenía esa parte de cómo reportear, de cómo ser un reportero gráfico, cómo ir a determinado lugar, cubrir, editar, procesar y transmitir.  Eso lo aprendí de él. Iván queda en ese desarrollo hasta el momento de la agencia [France Presse] con todo su material. Termina la agencia, termina su desarrollo. No su técnica, porque eso cada quien lo lleva. Yo no espero terminar [mi desarrollo] y busco la oportunidad de pasarme a la Agencia Reuters. Y sin ofrecimiento de dinero ni de nada. Me aventuro. Ya tengo el Cenar como trabajo remunerado y tengo Extensión Cultural de la Universidad de El Salvador. O sea que tengo dos salarios. Y sábado y domingo soy el fotógrafo del pueblo.

Tuvo suerte de tener un margen económico para ejercer la fotografía…
Desde 1976 aprendí a hacer fotografía formal. Una cosa es agarrar la cámara y disparar. Eso siempre lo tuve muy claro. ¿Pero en función de qué? En el Cenar yo tenía la intención de registrar todos los procesos de creación de teatro, de música, de danza, de artes visuales. Y claro: por eso me pagaban. También hacía cierta colaboración para dos publicaciones: la cofradía del Museo David J. Guzmán y la publicación de arte popular de la Dirección de Arte y Deporte del Ministerio de Educación. Sin saber ya estaba haciendo producción editorial, porque era un periodista el que me encargaba eso.

¿En qué momento tiene conciencia de que El Salvador se está yendo por el drenaje…?
Desde 1974 cuando entré al Cenar. Vi los movimientos estudiantiles. Me dijeron que me incorporara. Entonces me dije: “Voy ir a ver qué ondas”. Entonces me llevo mi cámara. Me permitían hacer fotografías. Lo hacía con mucho cuidado. Esa parte del movimiento le va dando a uno conciencia sobre lo que estaba viviendo y porqué. La masacre del 30 de julio de 1975 desapareció a dos compañeros del Cenar. Entonces uno ya se va preguntando: “Hey, ¿yo dónde estudio?” “¿Qué hago?” “¿Me dedico a fumar marihuana o me dedico a cubrir el desarrollo del movimiento estudiantil?” “¿O estudio. O me hago culero?” Porque así nos decían a los bachilleres por el pelo largo, por el morral, etc. Entonces me dediqué a mi estudio, porque esto me va a dar de comer. Y fue así que pude dar clases por quince años en el Cenar.

¿Usted es de izquierda o de derecha?
En el sentido de afiliación de ninguno de los dos. Nunca me he afiliado a ningún partido político ni organización. Ni soy militante, porque ser militante es adquirir un compromiso, firmar una boleta, reclutar gente, dar direcciones políticas. Además, yo al Cenar no fui a aprender a ser de izquierda. Yo no me quería emproblemar la vida porque yo tenía un compromiso que era mi familia: mis padres y mi hija. Le cuento algo. En 1979 nos encargaron hacer un cartel para anunciar la conformación del FMLN. Lo hicimos y lo entregamos. Con ese afiche contribuimos [a la causa] y nos dimos cuenta de que sí podíamos hacer más. Hacer más para contribuir, no para militar, porque son dos cosas diferentes. Militar es una orden y contribuir nace del trabajo profesional.

Manu Bravo —ganador del Pulitzer— dijo que tomó la cámara por ideología y quería hacerle ver al mundo lo que él vía. ¿Alguna vez estuvo usted detrás de la cámara por…?
Ah, es que eso ya es diferente. En una pregunta hablábamos de qué me hizo tomar una cámara. En términos generales buscaba un oficio, una carrera profesional. Que hubo situaciones difíciles a mi alrededor, pues eso lo viví desde pequeño. La cámara me sirvió para recopilar esas imágenes de mi contexto de vida política, social, económica, cultural… Yo busqué un trabajo con el cual podría expresarme.

¿Siente que ha logrado cambiar algo con la fotografía?
He tratado de entablar un diálogo amplio con las personas que han visto mis fotografías. Y desde su propio contexto se han expresado con mis contenidos [fotográficos]. Incluso: he cambiado vidas. Jóvenes, hijos de amigos y vecinos se acercaron a mí para que les enseñara fotografía. Y lo hice. Lo hice con pasión y profesionalismo. Y lástima —porque no debería ser así— que la vecindad enseñe. Debería de haber formación obligatoria por parte del Estado en la especialidad de fotografía. Quizás les he enseñado a unas ocho personas. Así como me enseñaron, pues así he enseñado yo. He dado a quince generaciones clases de fotografía.

¿Usted no es amigo del fotoperiodismo puro y duro? He visto que usted manipula sus imágenes…
Ummm, no, no, no, no. Hay dos cosas que hay que ver. El Cenar en su proceso educativo exige dos cosas: documentar y para la Universidad de El Salvador hago diseño gráfico a partir del recurso técnico de la fotografía que son para afiches y portadas de libros. Y eso es diferente. Mi trabajo es de diseñador gráfico y mi técnica es fotógrafo. Además: yo soy fotógrafo de profesión con cierto conocimiento básico del diseño gráfico. Yo he aprendido esas dos herramientas de las artes visuales. Cuando yo entré a colaborar con France Presse aprendí cómo se trata y se cubre una noticia y como se procesa y cómo se lleva y cómo se transmite. [Y de la mano] con el manual de estilo de la agencia. Además, por eso llegué a la Escuela de Periodismo de la Universidad de El Salvador. Fotógrafo yo ya era. Laboratorista, yo ya era. Yo no sé periodismo y por eso lo estudio. Y aprendo a cómo hacer el trabajo gráfico, fotoperiodismo. Hubo un momento en el que me dije que en France Presse no me iba a quedar haciendo laboratorio. No era esa mi visión. Mi visión era reportear más, aprender más, desarrollarme, monitorear, cubrir, revelar, editar, transmitir… Y en Reuters encuentro eso (…) He hecho mucha fotografía artística para exposiciones gráficas, no fotográficas periodísticas. Nunca dejé de hacerlo. Y no es cuestión de manipular. Es la imagen “dentro de…”  En este caso en el diseño gráfico.

¿Cómo exorciza los demonios de la guerra? Porque es una realidad impactante para el ser humano…
Es impactante. Correcto. Eso no se puede olvidar. Una vez con el Aleph [pintor salvadoreño] —él estaba a punto de pedir la mano de su novia y su novia era amiga mía— fuimos a una finca a La Libertad que se llama Talnique. Ya era un hombre viejo, pero no sentía valor [de hacer la petición]. Decidimos ir a la cantina a empeñar un reloj. Y no era porque no tuviera pisto. Él quería empeñar el reloj, porque el cantinero era el tío de la novia. Entonces el Aleph le dijo al cantinero que le sirviera un trago doble. Y él no es bebedor. Nos dieron boca de jocote con sal. Y volvió a pedir, pero una botella. La pidió fiada, pero después le dijo que aceptara el reloj. Un reloj de quinientos colones. Y le dio la pacha. Salimos de la cantina y había una gran neblina que nos envolvió. Y nos tomamos cada uno la mitad de la pacha. Al rato comienza llorar el cabrón del Aleph. Al rato comienzo a llorar yo por la neblina, porque me volvió a mi niñez. Y el Aleph se durmió. Le pusimos candela. No aguantó cuatro tragos. Parecía un cadáver. Yo con la media pacha que me eché, pues estaba feliz. Eso es parte del saneamiento. Pero jamás se puede olvidar. Jamás.

Durante las elecciones de 1989 entre José Napoleón Duarte y Alfredo Cristiani usted iba en motocicleta con su colega Roberto Navas. El ejército los roció y usted salió herido de un brazo y su colega murió. ¿Andaban haciendo un ejercicio periodístico o andaban de farra?
No, no, no. Dentro de la parte del desarrollo… Un día antes, dos días antes, tres días antes de las elecciones…  Era una noticia mundial que un presidente demócrata cristiano dejaba sus años de gobierno y entraban candidatos de derecha. Entonces, como parte del periodismo —además no se vende licor, según la ley— nosotros íbamos a comer por el Paseo General Escalón. Después de la cobertura en el Mercado Central —previo a las elecciones— [tuvimos que enviar el material, porque] ya había un jefe editor, ya había otros fotógrafos que apoyaban para la cobertura. No solo éramos Roberto y yo. Entonces todos conformamos un plan de trabajo. Terminamos la cobertura como al mediodía, entonces fuimos a comer y la señora nos vendió dos cervezas en vasos de metal. Entonces, procesamos el trabajo y lo enviamos. En la noche había una reunión para asignar las responsabilidades de cada quién. Y tomamos unos tragos como toma todo mundo. Y hay una fotografía inédita que nos tomó un español donde Roberto bota una soda y trapea. Lo que había de fondo es que Roberto había trabajado días anteriores y esa paga por esa colaboración, como para todos suponía, tenía obligaciones con su casa… Y no es una coincidencia que su hija cumplía años al siguiente día. Roberto había comprado una motocicleta un mes anterior. Esa moto para él significaba hacer más rápido el trabajo gráfico. Y él siempre me quería andar en la moto. Una cosa es echarse unos tragos… Por eso nunca he tenido vehículo. Tuve para comprarme cinco vehículos, pero por mi responsabilidad hacia los demás, nunca me compré uno. Prefiero pagarle a un taxista… Entonces Roberto estaba emocionado con la plata y del cumpleaños de su hija. El jefe de fotografía de Reuters me comentó que iban a haber cambios en la oficina. Me dijo que yo —finalmente— me iba a quedar encargado de la agencia. Por ende, Roberto iba a ser mi asistente. Esa fue una alegría para ambos. Esa fue la razón de fondo porqué Roberto insistió llevarme a la casa [en su motocicleta]. Porque en noches anteriores salía entre nueve y ocho de la noche. Y me pagaban un taxi.  Roberto me dijo que me iría a dejar al Hotel Camino Real. Y lógico: habíamos tomado unos tragos, pero alguien que va borracho se cae en la primera cuadra. Llegamos a nuestro destino, pero luego me dijo: “Mirá: por todo lo [bueno] que ha pasado, te voy a ir a dejar a Ilopango”. Y yo le dije que no. Pero él insistió y yo le dije que tuviera cuidado porque en el Reloj de Flores había retenes militares. Las elecciones de esa fecha iban a ser sobre la Juan Pablo II. Y le dije que por la Coca Cola había un retén militar y otro en Las Cabañas. También había otro en la entrada de Santa Lucía. Y le dije que lo más difícil iba a ser entrar al túnel de la Fuerza Aérea. Eso era lo normal para mí, no para Roberto. Y le dije que cuando yo le dijera que parara, que parara.

Cerca del mercado La Tiendona nos paró un militar porque vio nuestros maletines. Nos interrogó y le dijimos hacia dónde nos dirigíamos. Ese militar se puso en contacto con los otros retenes. Y esto no es un supuesto, porque yo vi al radiooperador saliendo de una cabina. Entonces yo le dije a Roberto que parara, porque el tipo venía a hacernos señal de alto, mas no sabíamos que desde otro lugar estaba un oficial con otros soldados que nos dispararon. Esa era la orden. Si nosotros hubiésemos andado borrachos no hubiésemos llegado hasta el lugar del accidente. Nos hubiera recogido la Policía de Tránsito. Todos piensan que nosotros íbamos a cien kilómetros por hora, pero no fue así. Yo le dije a Roberto, pará. Y cuando yo levanto la pierna para pararme, un militar venía hacia nosotros. De pronto sentí la ráfaga. Esa acción es la que me salva, pero como Roberto está en la moto, pues las balas le caen a él. Nuestro error no fue medir las circunstancias militares de ese momento. Eso no lo medimos.

¿Tiene en su mente el recuerdo de los hechos?
Solo sé que nos ametrallaron. De ahí no recuerdo. Sí le puedo decir que el instinto de sobrevivencia le hace a uno acordarse de la familia… Yo les pedí clemencia a los soldados. Los veía negros. No sé, estaba herido… Pedí clemencia porque yo no quería morir. La gente piensa que nosotros íbamos a toda velocidad en la motocicleta y que no respetamos la señal de alto. Y eso no fue así. Realmente no eran retenes, eran puntos de vigilancia los que estaban en la ahora exCigarrería Morazán… Recuerdo a un militar corriendo hacia nosotros y venía volado con un [radiotransmisor] y vi la antena. Entonces le dije a Roberto que parara. Y eso hizo. Cuando levanté la pierna para bajarme de la motocicleta, sucedió entonces el rafagazo. Una de las balas le entró a Roberto abajo del corazón. Yo vi negro y caí al suelo…

¿Se ensañaron con usted?
¡Sí! Nos registraron. Yo perdí la noción del tiempo. [No sabía] dónde estaba Roberto. Me dieron vuelta con el bolso que andaba lleno de cámaras. Y recuerdo que decían: “Estos son guerrilleros. Andan explosivos o algo por ahí”. Y yo pensé que me iban a matar. Ahí mencioné que tuve un tío que fue coronel y que estuvo con el expresidente Duarte. Se llama Óscar Armando Amaya Pérez.  Y yo les decía: “Soy sobrino de Óscar Armando Amaya Pérez. No me vayan a matar. Trabajo en la Agencia Reuters”. Eso es lo que recuerdo. De ahí al hospital. De ahí hago una recopilación [de los hechos] de lo que me cuentan otros. Si me preguntan cómo es la muerte, pues yo diría que es un impacto bien negro. ¿Cuánto tiempo quedé en el limbo? No sé. Ahí solo los oficiales lo saben.

¿Cómo fue la trayectoria de la bala que le dio en el brazo?
Me pegaron en el extremo izquierdo. ¿Quién? Según la nota periodística que la tengo guardada ahí, pues fue un subteniente que tenía la orden de disparar a todo lo que se moviera. Y nosotros no nos movimos. Estábamos parados y nos dispararon. El calibre de la bala fue de un fusil M16. A Roberto le cayeron dos y a mí uno. La orden era —según amigos ahora en la posguerra— que a todo lo que se moviera desde Soyapango hasta el Lago de Apulo se le debía disparar. Pero esa era una orden a nivel nacional, porque al siguiente día murió un camarógrafo de Canal 12 y a las tres de la tarde de ese mismo día le dispararon a un periodista holandés. Y ellos no habían tomado. ¿Por qué tres muertos y un herido el día 19 de marzo de 1989? ¿Casualidad? ¿Y por qué periodistas? Bueno, la bala me entró por la espalda, cruzó los pulmones, me quebró las costillas, salió por la axila, pero me pasó quebrando el hueso del antebrazo, los nervios y la arteria principal. La lesión más grande fue la salida de la bala. Por suerte no me tocó la columna, porque si no estaría hecho mierda.

El Chino —Mauricio Martínez, un miembro de Comandos de Salvamento— me contó que se enteraron del hecho veinte minutos después de lo sucedido porque podían escuchar las comunicaciones de los militares. Se hicieron presentes y no le permitieron que nos auxiliaran. Recuerdo que me tiraron a un camión de la Fuerza Armada y me trasladaron al Hospital Rosales. Pera ya ahí, quizás recibieron una orden y le dijeron a los médicos que me iban a trasladar al Hospital Militar.



Qué paradójico. ¿Y terminó en el Hospital Militar…?
No, no, no. No fui. En el Hospital Rosales me dijo un doctor que tenía que firmar un documento porque me iban a apuntar el brazo. Ahí me negué rotundamente. Me negué a que me amputaran el brazo. Y el médico se acercó y me dijo que así como le había dicho que me negaba a que amputara el brazo, que así mismo les dijera a los oficiales que no iría al Hospital Militar, porque ahí estaban los oficiales esperando por mí. Yo decidí que no. Ya me había salvado de que me remataran en el lugar del atentado y de que me amputaran el brazo… Luego me pasaron a la sala de operaciones y vi a dos periodistas: El Pollo [Nelson Portillo] y Ernesto Rivas. Ahí les dije que el ejército nos había disparado y que no nos habían hecho señal de alto. Tuve la suerte de que ellos vieron dos jeep y un pick up custodiando un camión. Entonces pensaron que algo grave había sucedido [y siguieron la caravana militar] y se dieron cuenta que era yo. Tuve suerte realmente…

¿Y qué cree que fue lo que lo salvó…?
No quiero que se me vea como un Rambo o Superman. Lo mío fue puro instinto de sobrevivencia. Lo primero en lo que pensé fue en mi familia. Mencionar a mi tío que en ese momento era coronel, pues creo que en algo me sirvió.

¿Y en qué momento se da cuenta de que Roberto Navas está muerto?
Nunca. Nadie me dijo nada. Monseñor —ahora cardenal— Rosa Chávez me lo dijo. Tres días después [del atentado] él me dio la noticia. Yo ya no estaba en el Hospital Rosales, sino en el de Diagnóstico. Parece que ya lo habían enterrado y él me visitó. Y bueno… [A Luis Galdámez se le humedecen los ojos y su voz se vuelve opaca. Luego retoma la conversación] De lo poco que compartimos con Roberto —fueron dos, tres años— aquellas ganas de aprender y de conseguirnos un buen trabajo… Fue una entrega de amistad, de sueños. De todo.


Usted estaba en una situación difícil. En el mismo infierno le estaba lloviendo sobre mojado. ¿Cómo asimiló la noticia de la muerte de Roberto Navas?
Fue traumático para mí. Realmente me puse muy mal. Me enfermé más de lo que estaba. Entré en una crisis. Me tuvieron que inyectar [tranquilizantes]. Me sometieron a un tratamiento y me mantenían sedado.

En su recuperación intervinieron varios nosocomios. ..
Entre 18 y 25 de marzo de 1989 estuve en el Hospital Rosales y de Diagnóstico. En esos me hicieron operaciones. Luego me trasladan a Miami. Al Jackson Memorial voy a parar. Reuters se hace cargo de pagar mi recuperación. Existía un médico que había atendido el mismo traumatismo de bala en otras dos personas. Era un médico que había estado en la guerra de Vietnam y sus tratamientos habían dado resultado. Inmediatamente vino un avión-hospital y me llevaron. Salí de El Salvador a las once de la mañana del día 25 de marzo y llegué a Estados Unidos a las tres de la tarde. Me quitaron la coraza de yeso, porque me picaba. Me envían al baño, me preparan, me siento y me da sed. Pedí una soda y me explotó todo. Yo llevaba una infección severa y con la presión del viaje... Tuve suerte porque si eso me hubiese sucedido en el avión, pues me muero. Llegaron las enfermeras y de una sola vez pasé a la sala de operaciones.

¿O sea que si usted hubiese continuado en el Hospital Rosales estaría muerto?   
Me muero. O me habría muerto en el avión. Suerte fue que el avión iba rápido, porque solo iba un médico y una enfermera para atenderme. Y desde marzo hasta agosto permanecí en Miami. Pasé cinco meses acostado. No me levanté. Todo me quedaba pegado [al cuerpo]. Era imposible levantarme. Cuando quería mover el brazo, puta maestro. Ese dolor… El no movimiento del brazo se volvió una carga para el cuerpo. Pasé a pura morfina. Riquísimo eso. No aguataba el dolor y me llegaban a inyectar morfina y el cuerpo sentía que se comenzaba a inflar y entraba —según yo— en levitación. Pasaba dos días dormido. Luego volvía el dolor y otra vez morfina. Y así. Después de Miami fui a Nueva York. Me hicieron unos estudios en el Hospital Monte de Sinaí. Después regreso a Miami otra vez [con el resultado de los estudios en Nueva York] y me someto a terapia tras terapia. El día 11 de noviembre fue la ofensiva del FMLN. Una junta de médicos concluyó que ya estaba recuperado, que podía mover el brazo. Pero me dijeron que no podría mover la mano. Me recomendaron —porque el seguro de Reuters lo cubría— que me podían amputar la mano y someterme al proceso de un gancho. Ese día fue el peor disparo que me dieron. Y ese fue de frente. No dije nada. Salí. Fui a la oficina del encargado de Reuters en Miami. Le dije que quería regresar a El Salvador, pero no había vuelos. El siguiente era para el día sábado. Y así fue: llegué a casa a las seis y media desde Miami. A las nueve de la noche Ilopango ya estaba en la ofensiva del FMLN. Al siguiente día me le escapé a la familia y me fui a Reuters a ver en qué podía ayudar…

Pero imagino que en su trajín hospitalario se planteó que ya no podría tomar fotografías. ¿O no?
Cómo no. A los médicos y a los terapistas le preguntaba todos los días cómo iba. Ellos me decían que bien. Pero los médicos me lo dijeron: no tendría movilidad en la mano y me quedaría en forma de garra. Y cabal. [Aunque] yo pasaba toda la noche haciendo ejercicio, porque lo importante era recuperarme para volver a tomar una cámara. Pero nunca imaginé lo difícil que sería hacer fotografías con una sola mano.

¿Y no se le cruzó por la mente buscar a una compañía que le hiciera una cámara a su medida?
Cómo no. Siempre lo he pensado.

¿Cuánto tiempo pasó sin tomar una cámara mientras estuvo hospitalizado?
Al siguiente día [del alta] mi fui a Reuters, no a tomar una cámara, sino a ver en qué podía ayudar. Y comienzo a ayudar a secar las fotografías, porque se procesaban químicamente (…) A mí me gusta enseñar y me tomé mi tiempo para enseñarme a mí mismo qué es lo que me venía de ahora en adelante. Y no solo eso: cómo verme ante un espejo y poderme rasurar, cómo revelar un rollo, cómo embobinar. Vaya: aprendí a limpiarme las nalgas. Todos tenemos la capacidad de aprender.

¿Pero recuerda su primera fotografía después del atentando? Porque lo suyo fue un parteaguas en su vida. Un volver a empezar.
La ofensiva de 1989 no está en mis archivos. Ni la muerte de los jesuitas ni las masacres en Soyapango. Nada de eso. Pero después hubo conferencias de prensa y ahí me incorporé. Empecé enfocando y aprendiendo a disparar. Unas me salieron bien. Otras me salieron mal.

¿Usted piensa en Roberto?
Siempre, siempre. Sí, pienso en él. Pienso en lo que vivimos. Teníamos grandes proyectos. [Queríamos] profesionalizarnos… Departíamos. Era un tipo con mucho humor, con mucho corazón. Con muchas ilusiones, pero muy desordenado, muy apresurado. Y yo no soy apresurado. En eso sí que tengo mucho cuidado. Soy loco pero no apresurado. Teníamos la costumbre —por experiencias anteriores— con Francisco Campos, Roberto y yo [de beber juntos].  Desde 1983 departíamos con Francisco Campos. Y esas son otras aventuras por contar. Entonces, la prima de Francisco Campos es la mujer de Roberto. Y ellos dos eran uña y carne. Y yo sabía con qué amigos me estaba juntando. Nos gustaba ir a un bar que se llamaba “El Chico”. Yo todo el tiempo lo pienso. Pienso todo lo que conviví con él. Yo tengo sentimientos encontrados. Y no solo por Roberto. También por amigos del Cenar que murieron antes que Roberto. Me sucede esto mismo con las circunstancias de la guerra que retraté.

Roberto iba a dejarlo a su casa. Él tendría que volver a pasar por los puestos de vigilancia, pero esta vez solo. Sin usted. ¿Cree que igual siempre le habría ocurrido algo?
Hasta ahora me puesto a reflexionar. Nunca había reparado en eso. Pero era lo más seguro.

¿Se siente culpable por lo que le sucedió a Roberto?
No, no. (…) Culpable no me siento porque yo me he dicho que Roberto sembró —y ese es mi aliento— sembró una semilla de la cual ahora su familia está en otras condiciones sociales. No lo podemos revivir, pero su muerte llevó a la familia a vivir en Australia (…) Yo tengo contacto con la mamá de Roberto. Reuters le hizo un homenaje. Hay una placa de granito que está en Nueva York. Invitaron a la mamá en agosto de 1989 [para el homenaje], pero la mamá no quiso ir sola y preguntó si podía acompañarla. Y fuimos. Hablamos. Vi al hermano de Roberto. Hablamos, pero no tocamos el tema. Tampoco  tocamos el tema de Roberto. Ni ella ni yo lo vamos a tocar. Ahora: yo creo que cualquiera en su interior como ser humano siente [la pregunta], ¿por qué yo estoy vivo?

¿Tiene pesadillas con el monstruo de la guerra?
No. Frustraciones sí tengo. He soñado que me he encontrado en lugares en los que no había llevado el bolso con mi cámara. Y eso se me hizo realidad. Esa frustración por treinta años, porque pasé dos años y medio en France Presse y veintiséis en Reuters. Recibí regañadas por no llevar la cámara o por no estar en el lugar correcto… Y hace poco hice realidad [la pesadilla de no llevar la cámara]: iba a pagar el recibo del teléfono, luego me fui para la Universidad de El Salvador a hablar con Mario Castrillo. Yo que me subo en la ruta 44 y a la altura de Los Cebollines veo a mi lado izquierdo y veo una gran humareda y estaba agarrando fuego el ministerio de Hacienda. Me bajo del transporte, pero sin cámara. Me voy [al lugar del siniestro] a prestar una cámara, pero nadie anda una segunda cámara. Solo me tocó que ver. Ahí cumplí o se desarrolló lo que por largos años he soñado: que me iba a encontrar un lugar y que no iba a poder tomar una fotografía. [Aunque] estuve en el lugar de los hechos, pero en periodismo no vale. Eso solo es una historia verbal.

¿Francisco Campos y usted no fueron rivales? [Incluso el jurado del Premio Nacional de Cultura 2017 se debatió entre ellos dos como finalistas]
Yo nunca lo he visto como un rival. Por ahí guardo una nota en la que él me dijo: “Hey, viejo: nos están tirando al pleito”. Y yo le dije: “Chico, te voy a aclarar una cosa: yo nunca he trabajado una fotografía ni me he metido en competencia para pelear con un amigo. Yo he trabajado [de acuerdo] a la posibilidad de mi conocimiento”. Eso se lo dejé bien claro. A Francisco Campos y a mí nos une una amistad muy profunda.

Y si en sus manos hubiese estado la posibilidad de entregar el Premio Nacional de Cultura, ¿a qué fotógrafo de El Salvador se lo hubiese entregado?
Yo no determino por nombres. Yo he sido jurado. Cada convocatoria tiene su propia razón de ser con respecto a las bases. Y eso algo muy delicado para quien convoca. El Premio Nacional de Cultura no es un concurso, es un [reconocimiento] a una trayectoria. Y la trayectoria puede ser de dos tipos: práctica y desde la investigación. Se puede ver desde la pedagogía, la enseñanza, de la promoción y de la difusión. Esas son cosas importantes. Así lo entiendo yo. Eso no lo determina la persona, lo determina el trabajo, [la obra].

¿Cómo manejaba sus emociones durante la guerra? 
Nadie escapa de eso. Hay cosas que solo la familia sabe. El solo hecho de estudiar en la Universidad de El Salvador y ser fotoperiodista lo ponen a uno en una lista de gente no grata. Las colaboraciones con una imagen o un cartel para equis organización como podría ser un comité de madres, familiares de desaparecidos, o para una asociación… Yo colaboré a que mis imágenes hayan tenido otro tipo de divulgación… Cuando a los apresados les preguntaban quién les colaboraba, ellos decían: “Luis Galdámez”. Esto produjo un atentado de parte de la Policía de Hacienda en mi casa en 1985. Por suerte no había nadie, pero estuvieron tres horas dándole vuelta a toda la casa. Me señalaron como colaborador de la guerrilla porque habían agarrado a un compañero de la universidad. Él dio mi nombre y el de Guillermo Mejía [el Gato]. Al siguiente día, el gremio de corresponsales reclamamos al presidente José Napoleón Duarte y él nos remitió a su secretarios de comunicaciones (Julio Adolfo Rey Prendes) y este preguntó al director de la policía (López Nuila) y este nos mandó a llamar a su despacho y nos dijo que perdiéramos cuidado. Que él no sabía de esa acción y que los mandos medios a veces tomaban decisiones [por ellos mismos]. El gremio pidió a la embajada de México que nos exiliaran. Y me dijeron que si yo estaba listo me sacaban del país. A Guillermo y a mí. Mi decisión fue decir que no porque yo no había hecho nada.

¿Tiene alguna anécdota triste que le haya ocurrido durante la guerra y que haya marcado su vida?
Sí. Hubo un atentado al Estado Mayor. Quizás fue en 1990. Yo andaba cubriendo eso y también andaba otra persona. La guerrilla tiró una bomba que iba para el Estado Mayor, pero cayó detrás del objetivo y fue a parar a una comunidad y mató a un infante. El cuerpecito quedó destrozado. Entonces el general Ernesto Mauricio Vargas [Chato Vargas] para robar el contexto se acercó al cuerpo, lo acarició mientras que el otro fotógrafo [retrató el hecho]. Eso es manipular la escena. Aquello me dio tristeza, porque alguien que conoce y sabe en qué circunstancias se dio ese hecho, ¿cómo es posible que un tipo juegue con la escena para sacar crédito de eso?

¿Y tiene algún recuerdo donde haya visto que en plena guerra sucediera un hecho humanitario, heroico, solidario…?
Sí. Yo estaba en France Presse. Hicieron una convocatoria pero nadie asistió. El tema era que unos guerrilleros heridos iban a ser auxiliados humanitariamente por el ejército. Entonces yo fui. Era en un cerro de San Miguel. Había un tipo herido, un guerrillero y una mujer. Eran tres en total. Ahí estaba todo un batallón con el coronel. Al tipo herido lo encontraron dentro de un tatú [túnel subterráneo para protegerse de los bombardeos] cuando el ejército iba caminando por ese cerro pelón y el último soldado se fue en el hoyo. Entonces encontraron al guerrillero herido. Lo encontraron con la pierna engusanada. La tenía mutilada. Entonces el ejército decidió mostrar [el gesto humanitario] a la prensa. Pero yo me puse a pensar que no fue un gesto humanitario, sino que el guerrillero tuvo suerte de que lo encontraran, porque había un operativo fuerte. Ese tipo se habría muerto ahí [en el tatú]. Me pregunté qué iba a hacer ese tipo [en adelante con su vida]. Esas son las imágenes que a uno lo dejan marcado.

¿Intuyó en algún momento que la guerra se acabaría?
No, no. Nunca lo intuí. Nunca pensé que iba a terminar.

¿Cuáles son las secuelas de retratar el monstruo de la guerra?
Las secuelas de la guerra es preguntarse qué ando haciendo aquí. Ver el sufrimiento de las familias de las víctimas… Uno ha visto tantas escenas, pero el olor a muerto le revuelve la cabeza… A mí nunca se me ha quitado el olor a muerto. No me deja fotografiar porque me revuelve todo.

Y cuándo se firmó la paz en 1992 no se preguntó: ¿y ahora qué hago?
Por mis compañeros de trabajo (Marcos Alemán y extranjeros) aprendí —en Reuters— que no solo cubríamos y enviábamos fotografías de muertos. También enviábamos de fútbol, de miss universo, economía con respecto al café. Eso hacíamos en Reuters. Los editores sabían que dentro de una guerra hay alguien que ve fútbol. Entonces, para mí —tras el fin del conflicto bélico— no fue extraño darle seguimiento a los personajes de la guerra. O de economía. Apareció el fenómeno de las pandillas y lo registramos. Pero era algo que yo no creía.

¿Por qué cree usted que las redacciones no valoran al fotoperiodista y lo ven como un peón, un relleno?
Los periodistas no tratan con la misma calidad profesional a los fotoperiodistas. El redactor cree que tiene derecho a la investigación y la publicación y que las fotografías solo sirven para ilustrar. Y claro: ese es el cometido, pero la ilustración de una temática se lleva profesionalmente a fondo. Un reportaje gráfico lleva tiempo, investigación, profundidad, etc. Una imagen de un hecho noticioso ilustra el momento, pero como el redactor lleva el relato propio de la noticia piensa que la imagen no tiene contenido. Creo que los redactores desprecian la calidad del público, y por ende, al fotoperiodista lo ven como algo mecánico. Y eso [no creo] que se culpa de los redactores. Es culpa de la política de las empresas.

El Salvador salió de una guerra para entrar a otra: la de las pandillas. ¿Usted en cuál ha desempeñado mejor su trabajo como fotoperiodista?
Por mi experiencia personal, una guerra anunciada entre dos bandos es más viable [Luis Galdámez opina que vivimos una nueva guerra, pero silenciosa] para ir a los escenarios, para preguntar y retratar después de la confrontación bélica. Y ese fue lo que nos enseñaron: ilustrar lo que pasó, porque hay víctimas. Yo me sentí más cómodo durante la guerra como fotoperiodista que ahora. Siempre digo que en estos tiempos el que atenta contra uno es un fantasma aunque lo estemos viendo. El tema [de las pandillas] es bien complejo.

¿Lo han censurado o se ha autocensurado?
En mis veintisiete años de estar con las agencias, yo decidía lo que iba a publicar. Lo que no me iba a permitir es enviar una fotografía desenfocada o sin su escala de grises. Si enviaba una o diez, pues las enviaba bien hechas. Uno mismo es el que investiga, el que cubre el suceso, el que elige el material en el camino, edita y envía. Esa es la ventaja [de trabajar en una agencia]. Mientras que en las estructuras de las empresas periodísticas el redactor decide, luego el jefe editor y al final el director del medio es el que decide. Y esa es una censura para el fotoperiodista que labora para esa empresa.

¿Alguna vez ha llorado detrás de la cámara mientras registra un suceso?
Sí, he llorado detrás de la cámara. Y a escondidas. Hay cosas que no son muy asimilables como ser humano. Hay muchas cosas que en el desarrollo de la guerra civil la familia de uno salió afectada. Bastante [afectada]. La muerte de unos jóvenes y entre ellos estaba una muchacha embarazada. Le sacaron el niño [los miembros de la seguridad del Estado]. Yo registré [la escena]. Con temor la registré en el año de 1978. Los hechos fueron el domingo. El lunes salió Roberto Aldana con una nota: “Subversivos de Ilopango mueren en un enfrentamiento al intentar incendiar la alcaldía de Ilopango”.

¿Alguna vez ha vivido alguna paradoja mientras realiza su trabajo fotoperiodístico?
Al principio yo mostraba mis fotografías. [Registré] a un señor que había muerto. Él andaba ebrio y pasó una calle y había una tormenta y la calle se había inundado [y la correntada] se lo llevó. Entonces, no habían reconocido el cuerpo. Me dio por tomarle fotografías a las manos y a los pies. Nunca le tomé la cara. Tenía un gran anillo. Me revelaron las fotografías y las enseñé a alguien de la colonia. Y resultó que al señor tenían ocho días de andarlo buscando. Lo habían enterrado como desconocido. Y a quien le enseñé la fotografía reconoció el anillo. Y eso sirvió de evidencia para ir a la alcaldía y exhumarlo.

¿Cuál es su técnica favorita?
[Profundidad de campo] Me gusta ver todo. Fotográficamente a mí me gusta trabajar con un lente gran angular, porque a través de lo que he ido viendo de otros fotógrafos, pues me gusta relatar todo. Me gusta que los elementos se visualicen bien. Hasta las nubes.

¿A quién nunca le haría una fotografía?
Nunca me he puesto a pensar en eso (…) [Los fotoperiodistas] en la práctica le tomamos a d'Aubuisson como a Rosa Chávez. Les tomamos a los militares y le tomamos a los guerrilleros… [Quiero] tomarle una fotografía al que ordenó dispararme. O tomarle una fotografía al que me disparó. Siempre he andado eso en la cabeza. Pensando [la posibilidad].

¿Lo haría como un ejercicio emocional?
Sí. Me pondría enfrente y le diría: “Te he tomado una fotografía. En una circunstancia bajo tu orden… Igual, vos cumpliste y yo he cumplido con mi profesión. Lograste matar a uno y herir a otro. Aquí pues, te regalo esta imagen. Veintiocho años después”.

¿Es muy recurrente en usted ese deseo, pensamiento?
Eh… Tengo por ahí mis archivos guardados. Es parte de la investigación.

¿Ha rastreado a la persona que le disparó?
Por las notas periodísticas de ese momento, sí. Tengo el nombre. Tengo el nombre del oficial y fue sometido a un proceso judicial como lo estipula la ley, pero al final fue absuelto porque la otra parte de ese hecho no puso mayores cargos. Pero eso no quita [que lo sucedido] se me haya olvidado.

¿Qué tan cerca ha estado del paradero del responsable del atentado?
Yo creo que he estado cerca. Cómo es la historia [de paradójica]. Tantos retenes que nos detuvieron para no cubrir el hecho noticioso. Pasada la guerra, un conocido oficial y parte de las comunicaciones del Estado Mayor de la Fuerza Armada me invitó a dar una charla. La di en el Estado Mayor y el auditórium estaba lleno. Y creo que ahí estaba el oficial que dio la orden que nos disparan a Roberto y a mí. La charla era de cómo los fotoperiodistas habían cubierto la guerra y estaba dirigida a oficiales. Duró una hora con veinte minutos. Al final me dieron un diploma.

¿No se quebró en ese momento? ¿No se sintió vulnerable?
No, no, no, no. Yo sabía a lo que iba. Y creo que ahí estaba [el oficial que dio la orden de disparar contra Roberto Navas y Luis Galdámez].

Tengo una curiosidad: ¿y si finalmente encuentra a la persona que le disparó?
Creo que se acordaría que en aquel atentado un fotógrafo le pidió clemencia. Y que no éramos lo que ellos decían: guerrilleros. Creo que mi clemencia no se le olvida.

Hace la fotografía. ¿Qué haría con ella?
Se la regalaría.

¿No lo golpearía? ¿No le daría rabia al verlo?
No, no, no. Yo no padezco de eso. De eso no voy a morir.

¿Y le daría la mano?
Claro que le daría la mano. Y le daría esta que me jodió. Yo no doy la mano derecha, doy la izquierda. Alguna gente se molesta y piensa que soy de izquierda. Ignorancia. Si esta mano es fea. Es una garra. Mire, toque. ¿Usted cree que le voy a dar esta mano a un culo? Nombre.

Hay algo que no me queda claro: ¿anda en busca del oficial que dio la orden o del soldado que disparó?
Del oficial que dio la orden que nos dispararan. También tengo el nombre del soldado. Ahí tengo el de ambos.

Hagamos un giro. ¿De quién le gustaría ser fotógrafo oficial?
De un presidente. Registrar la vida de un presidente es interesante, porque alrededor de él hay otras personalidades.

Desde la guerra y tras la firma de la paz, ¿de qué presidente le hubiese gustado ser el fotógrafo oficial?
De José Napoleón Duarte. Fue un hombre carismático.

¿Cómo se siente de haber sido elegido Premio Nacional de Cultura 2017?
Me siento comprometido a seguir regando esta semilla como lo he venido haciendo. El reconocimiento o premio es parte de estos buenos estímulos que todo ser humano  desea alcanzar  y que enhorabuena, pues este llega en el momento menos esperado. Un peldaño más de  vida de un  profesional que  llena de mucho gozo y orgullo a toda la familia y
 a  todos los que creyeron en el desarrollo de la formación. Este estímulo abre una  ventana  más para poder seguir abonando las experiencias  vividas y aprendidas de un alquimista comprometido  hasta la última oportunidad de vida.


Encontré voces que me dijeron que los dados estaban cargados y que buena parte del jurado —por no decir todos— simpatizaban con usted. Incluso, algunos fueron sus discípulos. ¿Qué piensa de esto?
Yo no me propuse. Me propusieron. Y no iba a ser malcriado y tampoco iba a negar mi carrera profesional, porque negaría toda mi vida (…) Yo creo que su pregunta debería hacérsela a los miembros del jurado (…) En lo personal no me siento en el banquillo de los acusados. No tengo porqué. [Si lo que le dijeron a usted fue] desde adentro del jurado, yo creo que eso es falta de ética porque es un irrespeto al resto de miembros del jurado. El jurado no lo escogí yo ni los otros participantes. Un jurado tiene sus propias normativas y no todos eran fotógrafos. Lo que sí hay que ver es la parte histórica del premio. ¿Por qué alguien con mayor edad siempre gana? Aunque en la participación —en todas las ramas— hay gente joven.

¿Qué opinión tiene sobre la violencia que vive El Salvador? ¿Usted le ve rumbo a este país?
La espiral de violencia cada vez se hace más grande. Yo no le encuentro terminación. No le encuentro salida. Se me pone la carne de gallina al ver y saber el número de muertos que hay por una violencia que no es una guerra [civil]. La violencia y la situación sociopolítica envuelven a toda la familia. Y no solo por los que matan, sino por los que están presos también, porque son señalados como pandilleros. Y cuando uno ve el sistema, no es fácil. En lo particular y sumándome al más del setenta y cinco por ciento de la ciudadanía a pie, creo que esta espiral de inseguridad y de precarias condiciones de vida  nos llevan  a un rumbo acelerado de desbordamiento —donde hoy en día como en años anteriores— a los más pobres les toca  poner la peor parte y que las víctimas solo las familias cercanas las lloran y las recordarán. El Salvador es: ¡un montón de gente  en un autobús sin frenos, en bajada y con curvas!

¿Y políticamente cómo ve al país?
En el mismo rumbo [es decir: sin salida] (…) Hay corrupción, falta de oportunidades, no acabar con la violencia, porque este espiral [de violencia] va a aumentar. Que gane un partido de derecha o de izquierda [la violencia va a aumentar].

¿Y usted cree que el FMLN defraudó a la población?
Sí, sí, sí. Ellos políticamente prometieron, no una casa en la colonia Escalón para cada uno de los miembros que luchó, pero al menos en democracia, aunque se ponga en tratados, pues no cumplen [sus promesas].

Y a estas alturas del partido, ¿siente que tiene alguna deuda fotográfica con usted mismo? 
La deuda es mantener  y seguir manteniendo la llama de un “loco alquimista” y poder ayudar a materializar los “sueños de otros locos”, contribuir y tratar de  lograr ciertos cambios  de pensamiento  y de vida en la sociedad salvadoreña.




martes, 16 de enero de 2018

Francisco Campos: El ojo que todo lo ve


Francisco Campos es una fotografía. A veces en blanco y negro. Otras a color. Lleva por crucifijo una cámara colgada en el cuello. Siempre. Es breve, casi fugaz. Solo necesita unos segundos para congelar una escena y hacerla inmortal. Su vida está dividida entre la guerra civil de El Salvador y la idiosincrasia de lo cotidiano que pervive en el siglo XXI.

Es sigiloso como un barco fantasma. Estoico, paciente. No roba foco, pero sí hurta lo mejor de lo que se le pone frente a su lente. Impávido, no deja que la acción de los hechos lo afecte. Eso es nocivo para quien se coloca detrás de una cámara.

Sus colegas afirman que nunca se afligió ni corrió para capturar un acontecimiento. De hecho: él no se mueve. Observa, conjuga los elementos, dispara y se va. El resultado para el siguiente día —en muchas ocasiones— es una portada que desbanca a otros medios de información que cubrieron el mismo suceso.

Francisco Campos roza las casi cuatro décadas de fotoperiodismo. Lo que empezó como una curiosidad terminó convirtiéndolo en uno de los reporteros gráficos importantes de El Salvador. Su archivo va desde masacres, enfrentamientos entre guerrilleros y cuerpos de seguridad del Estado, operativos, rescates, personajes históricos de Latinoamérica hasta anónimos de la urbe como borrachos, prostitutas, drogadictos, la comunidad homosexual, vagabundos, payasos, obreros, comerciantes. Seres de la periferia a los que la vida no les sonríe o que la sociedad desprecia.

Hijo de una madre soltera y de un padre alcohólico, Francisco Javier Campos Sosa nació en 1954. Vive donde nació: Mejicanos. Ese ha sido su hábitat. Siempre. Es el mayor de tres hermanas: Violeta, Miriam y Rosa. Desde pequeño comenzó a trabajar. Y su primera experiencia laboral se forjó al lado de quien lo trajo al mundo. A falta de bonanza económica, la madre le dio el mejor de los afectos con una buena cuota de libertad.  La génesis de su itinerario fotográfico está —precisamente— en ese suburbio del que se niega a salir.

El costurero hacedor de pan
De pequeño Francisco Campos no tenía ni la más remota idea de lo que quería hacer con su existencia. Su referente sobre los caminos de la vida era Berta Sosa (madre). Con ella supo que tenía que encontrar trabajo lo más rápido posible, porque sus hermanas tenían que estudiar y eso no se pagaba solo.

“Mi madre era costurera. Hacía cuturinas y empecé a ayudarle. Aprendí todo el oficio de la costura, menos a bordar. Cuando ella se quedó sin sus dos ayudantas, yo pasé a ser su auxiliar”.

— La sociedad salvadoreña es machista. ¿No se burlaban de usted por ser costurero?

— Nunca nadie me molestó por eso. Quizás porque mis cheros no sabían. O porque me miraban pícaro… Recuerdo que una vez una señora a la que le íbamos a dejar cuturinas bromeó conmigo. Siempre bromeábamos. Una vez me preguntó si me gustaban las mujeres. Le dije que sí. Me preguntó si tenía novia y le dije que sí. A ella le sorprendió que siendo costurero no fuera maricón. Así me lo dijo.

La picardía es cierta. Es verdad que vendía las cuturinas, pero no iba hacia los clientes de su madre. Iba a otros negocios, vendía más caro y mataba dos pájaros de un tiro. No robó, nada más se quedaba con los excedentes de su comercialización clandestina. Por supuesto: lo descubrieron.

Vecino nuevo, oficio por estrenar. Francisco Campos aprendió a hacer pan. Hacía, vendía, distribuía y se ganaba 75 centavos de colón en la panadería El Niño Dios. Del fracaso de la cocción hacía otra venta en los mercados. Los comerciantes hacían budín con aquellos mendrugos tostados.

A pesar de que la economía del hogar necesitaba de la contribución de Francisco Campos, este nunca quebrantó la ley de oro que su madre estableció en el hogar: estudiar. La educación era lo primero.

Francisco Campos no sabía qué era más importante: si saber ganarse el pan o saber defenderlo. Hizo ambas cosas. Admirador del mexicano el Santo (El enmascarado de plata), la panadería se convirtió en un centro de prácticas de lucha libre, porque no solo de pan vive el hombre. Luego vinieron las películas de Wang Yu y la cereza en el pastel fue Bruce Lee. Los jóvenes del vecindario querían ser como él y tirar diez patadas por segundo. Contrataron a un maestro de artes marciales.

“Podíamos ser peligrosos con los golpes y las patadas”, remembra Francisco Campos. De inocentes palomas pasaron a ser pendencieros. Retaban a todo el mundo. Él no lo fue, dice. Que lo suyo siempre fue ser tranquilo. Llegó a ser cinturón verde. Y de la mano de eso apareció otro negocio: enseñar lo que sabía al resto de adolescentes del suburbio.  

La primera captura
A la edad de ocho o nueve años, Francisco Campos  acompañaba a su abuela.  Era de noche. Iban hacia el centro del municipio de Mejicanos desde la Colonia España. De pronto apareció un hombre y lo tomó del brazo. Ya lo conocía, porque antes le había vendido tasas de china —una vecina ponía de vendedor a Francisco Campos y lo mandaba a vender esos utensilios— y se lo llevó al puesto de la temida Guardia Nacional. Ahí lo acusó de haberle robado una radio de transmisores. La abuela lo dejó ahí y se fue a buscar a la mamá de Francisco Campos.

El niño fue conducido a una segunda planta del edificio donde quedó recluido. Era una habitación de interrogatorios.  En la mesa únicamente había un foco. Un oficial se sentó frente a él:
— ¿Qué hiciste con el radio?
— Yo no he robado nada.
— ¿Qué hiciste con el radio?
— ¡Qué ya le dije que yo no he robado nada!

El interrogador se cansó de la respuesta de Francisco Campos y le puso el foco en la mano.

“Fue como la quemadura de un cigarro. Aun así insistí que yo no había robado nada”.

El interrogador se levantó y regresó con una especie de capucha. Se la colocó a Francisco Campos y apretó hasta llevarlo a la frontera de la asfixia.  Aquello se repitió tres veces.  Entonces no tuvo más opción que mentir ante su verdugo y decir que la había vendido a Hilario (esposo de la hermana de la abuela de Francisco Campos)

Francisco Campos  fue a dar a la Policía Municipal de Mejicanos. Pasa una temporada de tres días. Y claro: también llevaron preso a Hilario.

“Nunca me reclamó. Nunca me regañó. Nunca me condenó. Nunca me repochó nada. Más bien, yo recuerdo que iba a platicar a la bartolina con él”.

Un abogado familiar y lejano tramitó la liberación de los “culpables”.

“Algún tiempo después supe que la hija del hombre que me entregó a la Guardia Nacional le había prestado el radio a su novio. Por mucho tiempo me quedó la marca de la quemada del foco en el dorso de la mano”.

La fábrica del aburrimiento
Un puesto en una fábrica de industrias metálicas fue el primer trabajo formal —como Dios manda— que tuvo el ahora fotoperiodista tras terminar su bachillerato comercial. Era la mitad de la década de 1970. El primer día lo utilizaron de mecapalero moderno. Tenía que mover chatarra tras chatarra. Quince días después lo trasladaron a una bodega. Ahí tenía que hacer algo tan sencillo como descabellado: llenar un barril con distintos tipos de tornillos.

“Aquí va a ser más suave”, pensó Francisco Campos.

Pero se dio cuenta de que lo suave es aburrido. Y esa es su naturaleza: no estar quieto. Ir tras algo. Siempre.

De aquella rutina metálica salió el brillo de una buena estrella:

— ¡Hey, vení!
— Ajá…
— ¿Vos sos bachiller, veá?
— Sí, ajá.
— ¿Vos querías un trabajo de oficina, veá?
— Sí, ajá.
— Andá a hablar con el ingeniero Pérez en la planta tres.
— Ahorita mismo voy…
— Nombe, andá bañate y cambiate.

“Puta, mano. A saber en qué fachas andaba”, exclama Francisco Campos.

Bastó una entrevista para que se convirtiera en auxiliar de control de producción, ingeniería y productos nuevos. Ese fue su nuevo cargo. De un puesto raso pasó a rozar el Olimpo: se hizo amigo de los supervisores y otras jefaturas. Tuvo secretaria y dos asistentes por falta de uno. También un sueldo generoso. Pero la buena estrella se iba opacando. A Francisco Campos le exigieron una certificación universitaria como ingeniero industrial. Hizo el intento. Fue a la Universidad de El Salvador, pero ya era demasiado tarde. En 1979 se dio cuenta de que eso de estar detrás de un escritorio era un bostezo insoportable de sobrellevar todos los días. Renunció. Y así empezó una filosofía de vida que prescindía de buenas sumas de dinero, pero no exenta de aventura, adrenalina y aprendizaje.

A pesar de los vaivenes laborales, la fotografía estuvo con Francisco Campos. Siempre. En la fábrica hacía “fotitos” —como él dice— y todo gracias a que sus amigos del barrio en vez de navaja en mano andaban una cámara fotográfica. Y uno de ellos era parte de Diario El Mundo. El culpable de aquel empujón profesional se llama Salvador Soto.

“Ese cabrón me metía al laboratorio y me decía que me comprara una cámara. Así me fui empilando”.

Cambió de oficio cuando se avecinaba una década sangrienta y oscura para El Salvador. En la mente de Francisco Campos ya rondaba la idea de que el país no iba por el mejor de los senderos. Y a su manera quería ser testigo de las vísperas del horror.

El bien no necesita de Dios, sí de periodistas
En el alba de 1980, la fábrica en la que trabajaba Francisco Campos le resultó más aburrida que el despacho de un abogado jubilado. Decidió que iría por acción. Quiso sentirse activo y útil. Vivo. Una de sus hermanas —Miriam, la menor de los Campos— le avisó que en Comandos de Salvamento de El Salvador necesitaban voluntarios. Se alistó. Aquel paso no solo le quitó la venda de los ojos, también le abrió la puerta del fotoperiodismo. Se hizo reportero gráfico de guerra. No lo sabía. También ignoraba que sus fotografías iban a parar a las redacciones de Diario El Mundo y El Diario de Hoy. Ese fue su primer contacto indirecto con el periodismo.

Entre la acción y la cámara se convirtió en socorrista. Aprendió primeros auxilios. Claro: empíricamente. No había ni cursos ni guantes sanitarios. Entre él y sus compañeros parecían un grupo de rehabilitación intercambiando experiencias e ideas. Buscaban nuevas formas de seguir adelante con sus buenas intenciones de socorrer y salvar vidas.

“Aprendíamos y hacíamos las cosas a pura verga”, confiesa.

En esa rusticidad atendió heridos, partos, suturas quirúrgicas. De hecho: hay una fotografía en la que Francisco Campos atiende un alumbramiento. Por supuesto: en los tiempos que ahora corren él es examinado en una actitud de irresponsabilidad absoluta por no usar guantes. Ni se protegía él ni al niño. Pero eso de antaño ha cambiado radicalmente en el hoy.

Así como unos nacieron en las manos de Francisco Campos, otros murieron.

A El Salvador llegó una delegación de periodistas japoneses que querían documentar la violencia del país. Se instalaron en la base de Comandos de Salvamento. Tan mala suerte traían que no había ocurrido nada en el territorio. Pero una voz salió del radiotransmisor y decía que había ocurrido un tiroteo en el nunca bien nombrado Soyapango. Los asiáticos dieron gracias a sus dioses porque tenían material para sus intenciones y se subieron a una ambulancia. Y en efecto: en la escena había dos hombres. Uno más grave que el otro. Uno de ellos tenía síntomas de ahogamiento. Francisco Campos subió primero en la ambulancia, introdujo al moribundo y se lo acostó sobre su pecho. Empezó a limpiarle la boca y la nariz, pero la hemorragia no cesaba. Continuó limpiándole la cara y en ese momento palpó un hoyuelo a la altura del mentón.

“Esa persona vivía, pero con muerte cerebral. La bala entró por la mandíbula y salió detrás de su cabeza. De pronto se me murió en los brazos”.

— Usted está en un terreno muy delicado, porque debe cumplir con su deber como fotoperiodista y como miembro de un organismo que socorre y salva vidas. En momentos así, ¿qué hace? ¿Toma la fotografía o primero ayuda?

— Hago las dos cosas. Lo que le recomiendo a los fotoperiodistas —y más a aquellos que están bajo mi mando— es que tomen la fotografía, porque para eso están. No están para ayudar. Eso es para los profesionales. Pero si tenemos la oportunidad de ayudar, entonces tenemos que hacerlo. Desde hace décadas las cámaras buenas disparan hasta ocho cuadros por segundo. O sea: en cinco segundos usted hace la fotografía que necesita y luego se dedica a ayudar. En una emergencia un fotoperiodista no se va a poner a componer la luz, la velocidad, etc. Esa frase de que pude haber ayudado y no lo hice, pues no existe. Ayudar nunca debería ser un dilema. Lo que no cuenta es tomar la fotografía, hacerse el desentendido e irse y no ayudar. Es un pecado huir de lugar sin echar la mano. Yo no acepto excusas. Yo siempre ando pastillas para el dolor de cabeza, alcohol, gasas. Y esto no son actos de magia ni una gran cuestión de solidaridad, pero es una ayuda para la gente. Y no importa si es el asesino, el pandillero. No hay distingo alguno.

Un año y medio duró Francisco Campos como socorrista. Se entregó a la fotografía y pasó a ser el fotógrafo oficial de Comandos de Salvamento y asesor de comunicaciones de ese movimiento humanitario. No se cuelga ningún distintivo de la entidad de socorro. Se considera un voluntario y un colaborador en comunicaciones y en asuntos administrativos. ¿La razón?

“Es un compromiso andar un emblema. Si hay un herido y me ven con la camisa y si yo no respondo o respondo mal, pues traiciono a la institución. Para esos casos hay que estar muy preparados”.

La sombra de la religión y de Dios no figuró en la vida de Francisco Campos, pero sigue una tradición que le endosó su madre: tener una imagen de San Judas Tadeo (apóstol de las causas perdidas).

“Yo soy ateo. No creo que haya algo más allá después de morir. Solo gusanos. Eso sí”.

Según él, esta idea le ha dado libertad:

“A través de los Comandos de Salvamento he encontrado que lo mejor que se puede hacer en la vida es servir al prójimo”.

Paradójico. Este colectivo humanitario tiene una oración:

"Señor: ayúdame a servir a mi prójimo con toda mi voluntad. Enséñame a aliviar el dolor de mis semejantes. Señálame el buen camino frente al peligro. Concédeme a cumplir con humildad la misión que voluntariamente he abrazado. Amén".

La plegaria está inspirada en el Movimiento Scout. Los Comandos de Salvamento necesitaban una disciplina. Y quizás lo más serio que existe en este colectivo es su oración que abraza una filosofía de socorrer al prójimo en cualquier circunstancia de vulnerabilidad. La idea salió en 1982 de un incrédulo: Francisco Campos.

A medida que los Comandos de Salvamento registraban —gracias a su fotógrafo— la violencia de la guerra, los medios de comunicación se acercaban más a la institución para pedir las fotografías de hechos y lugares a los que los periodistas no podían llegar. Aquí se abrió una puerta:

“Busqué a mi amigo que me enseñó fotografía, Salvador Soto y me fui a Diario El Mundo recomendado por él”.

En el periódico encontró la acción que andaba buscando, “porque necesitaban gente joven que se fuera a meter a las marchas. Los fotoperiodistas viejos no querían ir. Ya estaban acomodados”. Pero más que una vocación, lo que sentía Francisco Campos era el llamado de la aventura. Le gustaba la sensación de la euforia azuzándole el corazón y el cerebro.

El ya fotoperiodista regresó a la Universidad de El Salvador. Esta vez se inscribió en la carrera de periodismo. Necesitaba darle sentido profesional a la fotografía que hacía. Pero entre el periódico y Comandos de Salvamento aquello quedó a medio camino. Además, no era bien visto por trabajar en un medio de comunicación. Era tan fácil acusarlo de infiltrado. Incluso el expresidente de El Salvador, Elías Antonio Saca fue su compañero. Él también se fue. Pero el poco recorrido que hizo en aquellas cátedras le sirvió para aprender ciertas lecciones.

La primera de ellas fue ser más crítico con su propio trabajo, la segunda a ser receptivo con la experiencia de sus maestros de aula. Y la tercera tiene que ver con la ética:

Francisco Campos empezó a llevar los comunicados que la insurgencia dejaba en restaurantes o establecimientos del centro de San Salvador. Los guerrilleros llamaban a la redacción e indicaban dónde dejaban sus misivas. En ese ir y venir logró tener contacto visual y verbal con los rebeldes.

“En los tiempos que yo estuve en Diario El Mundo no era prohibido recibir regalos de la Fuerza Armada o de la empresa privada, pero a mí la universidad me salvó de eso, porque me despertó la conciencia del verdadero periodista”.

Y en pueblo chico, infierno grande. Uno de los líderes del movimiento insurgente Clara Elizabeth Ramírez conocía a Francisco Campos. Y él también lo reconoció en aquel encuentro en el que tuvo que recoger otro comunicado. Ambos vivían en el mismo vecindario.

— ¿Te podemos mandar a vos directamente los comunicados?, le preguntó el guerrillero al fotoperiodista.

— No. Seguí enviándolos por la vía que los mandás, zanjó Francisco Campos.

— Nos podés acompañar a los operativos que realizamos.

— Estoy interesado. No en un operativo, sino en un patrullaje que ustedes hagan. No estoy interesado en ser testigo de cómo matan a alguien.

Y así fue: el fotoperiodista acompañó a los comandos urbanos a dar una vuelta por San Salvador. No tomó ninguna fotografía. Ese era el trato. El acercamiento de los insurgentes tenía un objetivo: obsequiarle un equipo fotográfico muy bien equipado. Él se rehusó una y otra vez.

Miembros de la facción Clara Elizabeth Ramírez cayeron en las manos del ejército. Les requisaron todo. El equipo de comunicaciones del verde olivo hizo llegar a las redacciones del país información y fotografías de lo incautado. Junto a las armas estaba el equipo fotográfico que los insurgentes le habían ofrecido a Francisco Campos.

“No sé qué habría sido de mí si hubiese aceptado esa cámara”, reflexiona en voz alta el fotoperiodista.
           
El banco fotográfico de Diario El Mundo fue voluminoso. Desde 1980 hasta 1986 existía una cronología gráfica de la guerra y su recrudecimiento a través del tiempo. Pero eso se perdió cuando el periódico pasó a otras instalaciones. El trabajo de Francisco Campos de aquella época se esfumó.

Una temporada en el infierno
A la redacción de Diario El Mundo entró una llamada. Era para Francisco Campos. Un comando urbano necesitaba de su ayuda. Tenía a un herido de bala.

— Mirá, vos sos de los Comandos de Salvamento. Ayudanos. Te vamos a entregar al compañero en el Parque Infantil.

Y así fue.

El fotoperiodista y otros entendidos en medicina se llevaron al guerrillero hacia una casa. Ahí le dieron toda la atención necesaria. Lo estabilizaron y lo entregaron de nuevo a sus compañeros de armas. Por supuesto que Francisco Campos quedó satisfecho de haber salvado una vida. Pero sin saber, él le había hecho un giño a la muerte.

Un año después de aquel gesto altruista, al fotoperiodista le llegó un mensaje que lo mantendría en vela, eléctrico, ansioso y paranoico:

“La Policía de Hacienda te anda buscando y te van a dar jaque”, le advirtió un compañero del periódico a Francisco Campos. Pero pasó más de un mes y nada había sucedido.

Un día el fotoperiodista se dirigía hacia su trabajo. Iba en su moto Vespa. Avistó una camioneta blanca en su vecindario. Aquello le pareció extraño, pero no lo asustó. En un parpadeo aquel vehículo se atravesó en su camino y de ahí se bajaron hombres encapuchados y con fusiles en mano y a puntapiés los introdujeron en el automotor y le pusieron una toalla en la cara. Dieron tantas vueltas y vueltas que el secuestrado perdió la noción del tiempo. De pronto el motor se apagó frente a un portón: era el de la Policía de Hacienda.

— ¿Ya lo traen?, preguntó una voz desde las instalaciones de aquella temida policía.
— Sí, aquí viene, respondió uno de los encapuchados.
— ¿Y la moto?
— Allá quedó.
— ¡Vayan por esa mierda! ¿No ven que ahí están las cámaras? ¡Pendejos!

A Francisco Campos le colocaron una capucha y fue llevado a un sótano dentro de la Policía de Hacienda. Ahí lo desnudaron y luego lo llevaron a una sala de interrogatorios. Lo acusaron de ser terrorista y asesino. Lo ficharon, le hicieron un par de fotografías y pasó a una celda. De nuevo fue llevado a una sala de interrogatorios ante un oficial que tenía un periódico bajo el brazo. Francisco Campos logró ver que su fotografía estaba ahí.

“Ah, ya salí en Diario El Mundo. Estos cabrones ya no me van a poder matar”, rumió Francisco Campos en sus adentros.

El oficial era de apellido Cartagena. Quería que el fotoperiodista firmara documentos en los que aparecían nombres de gente que él conocía y que también era acusada de ser terrorista. Él se negó. Pero sí aceptó que llevaba comunicados de los insurgentes a su jefe de redacción.  También que socorrió a un guerrillero.

“A pesar del terror que vivía, pude dominar aquella situación. Ahí era espeluznante. Escuchaba los gritos y los gemidos de la gente que torturaban y golpeaban”.

Ocho días duró el encierro del fotoperiodista. El capitán Cartagena lo visitaba en su celda. Le decía que lo mandaría con verdaderos artistas del tormento.

“Nunca me mandó, pero yo tenía mucho miedo. Psicológicamente me hicieron mierda”.

El miembro de la Junta Directiva de Comandos de Salvamento, Efraín Méndez Solís —amigo y compañero de Francisco Campos— da testimonio de aquel momento:

“Yo fui a hablar con el director de la Policía de Hacienda. Dijo que todo se trataba de una investigación. Dijo que era una persona muy inteligente y que iba a llegar muy lejos en periodismo. Pero en el fondo lo querían involucrar con la guerrilla por haber atendido a uno de ellos. Decían que tenía relación con los comandos urbanos”.

Un día llegó un policía y le entregó su ropa. Le ordenó que se vistiera inmediatamente. En aquel lúgubre recinto de silencio hostil y oscuro pensó que su fin había llegado. Esperó y esperó y esperó hasta que volvió a perder la noción del tiempo. Para él ya era de noche. El mismo policía volvió con una nueva orden: quitarse la ropa y ponerse otra que estaba limpia y planchada. El corazón daba  cabriolas en el pecho de Francisco Campos. Sabía que su familia estaba en la Policía de Hacienda.

“Vaya: a la mierda de aquí”, le dijo un oficial al detenido.

No siempre hay luz al final del túnel, pero Francisco Campos se encontró a la prensa local e internacional tras recorrer los pasillos de aquella delegación policial.

“Eran las 9:30 de la mañana y la luz del sol me dejó ciego”, recuerda  el fotoperiodista. Fue entregado a la Asociación de Periodistas de El Salvador  y a la prensa extranjera. Claro: después de que los oficiales dieron una conferencia.

“Los cuerpos de seguridad del Estado somos profesionales. Hemos investigado bien y no hemos encontrado méritos para que Francisco Javier Campos Sosa siga detenido. Lo entregamos sabiendo que este profesional tiene un gran futuro en el periodismo”. Esas fueron las últimas palabras que Francisco Campos escuchó del capitán Cartagena. No las creyó, pero tampoco creía el hecho de haber salido vivo de un recinto de torturas del que nadie sobrevivía para contarlo.

La Agencia Francesa de Prensa
Era 1986. Otro fotoperiodista de guerra le pidió apoyo a Francisco Campos. Era su maestro de la Universidad de El Salvador: Iván Montecinos. Él representaba al país ante la Agencia Francesa de Prensa y era uno de los periodistas que había recibido formación académica en su área.

Iván Montecinos fue de los primeros fotoperiodistas que cubrió el conflicto armado de El Salvador. Año tras años fue testigo de la violencia del país. Tras el cese al fuego se retiró y se ha dedicado a escribir aquel tiempo de locura. Tiene un libro llamado “No hay guerra que dure cien años”.

Domingo por la mañana, 1990. Un par de golpes fuertes despiertan a Francisco Campos. Es una colega extranjera tocando a su puerta. Le informa que en Guancorita (Chalatenango) ha habido una masacre. Le dice que vayan juntos a cubrir el hecho. Se suben en el vehículo de su colega y se van hacia su destino. En el camino piensan en los retenes de los militares. Era seguro que no los dejarían pasar. Y así fue. Entonces ambos deciden hablar con el obispo de la catedral de Chalatenango. Este ya sabía de los asesinatos. Tenía sus propios reportes. El plan del religioso fue endosarles un sacerdote a los fotoperiodistas.

“Ese padre tenía cara de muy pocos amigos”, recuerda Francisco Campos. En ese momento ambos se convirtieron en religiosos: él en capellán y ella en hermana.  Así pasaron los retenes. En Guancorita hicieron las fotografías. Lo que registraron fue el asesinato de jóvenes, mujeres y niños. Cuerpos hechos jirones por un helicóptero de la Fuerza Área que arrasó con los miembros de la comunidad.

Francisco Campos evoca aquel momento con cierta humedad en sus ojos y con una voz oscilante, pero que alcanza a estabilizar. Aquel hombre con cara de pocos amigos tuvo en gesto que conmovió al fotoperiodista: reunió a los sobrevivientes e hizo una oración por el alma de aquellas personas a las que les fue arrebatada la vida.

Ni de aquí ni de allá
Francisco Campos también tuvo inquietudes políticas-partidarias. Simpatizó con el concepto que esgrimía el Partido Demócrata Cristiano. Vio en José Napoleón Duarte a un líder. Incluso afirma que en su época de alcalde fue muy querido por la población. Y no escatima energías para aseverar que el primer presidente de la paz no fue el derechista Alfredo Cristiani, sino Duarte. Pero esta incursión fue tan abreviada que se puede contar con los dedos de la mano su asistencia a los mítines del partido verde.

Pero el acceso que tuvo a los escenarios guerrilleros hizo pensar a más de alguno que el fotoperiodista era simpatizante de la insurgencia. Incluso en la actualidad se cree que él tira para la izquierda. Él lo niega. Admite que tiene amigos en el FMLN, pero del histórico, es decir: de la gente que peleó la guerra. Del FMLN partidario tiene conocidos. No esconde que tiene “grandes amigos en Arena”. Lo cierto es que esa fama de simpatizante de los rojos lo sigue. De hecho cuenta que Cecilia Gallardo de Cano (fue gerente de redacción de La Prensa Gráfica. Francisco Campos entró a trabajar a ese periódico en 1995) le decía: “Mirá, vení. Vos que sos guerrillero…”. Él cree que esa impresión que tuvieron acerca de su vida influyó en el medio para que prescindieran de él. Pero para dejar claro su argumento, da un ejemplo:

“Dejé La Prensa Gráfica el día 1 de junio de 2009. El mismo día que tomó posesión Mauricio Funes como presidente de El Salvador. Su jefe de prensa fue un cabrón que fue compañero mío: David Rivas. El estuvo conmigo en la Agencia Francesa de Prensa. Pasaron los cinco años de Funes y yo pasé sin empleo. Si yo hubiese sido del FMLN, ¿no cree que me habrían dado trabajo? A mí la izquierda nunca me ha dado de comer. Nunca. Los medios a los que llaman de derecha me han dado trabajo, pero ese trabajo que me han dado lo he recompensado con un trabajo de calidad. O sea: tampoco le debo nada a la derecha”.

— ¿Se iría a trabajar con un partido político, un gobierno o la empresa privada?

— Yo tengo claro que soy fotoperiodista. Todavía me emociono cuando una de mis fotografías es una portada. No me iría a otro lado que no fuera el periodismo. He renunciado a tantas cosas como editar un periódico  o ser jefe de fotografía de alguna sección. Claro: en esos puestos pagan mejor, pero yo lo que quiero es andar en la calle haciendo fotografías.

El vuelo de la paz
Hubo un acontecimiento que dio la vuelta al mundo. Es del día 16 de enero de 1992. Esa fecha le puso punto final a la guerra de El Salvador (1980 - 1992). También hubo una fotografía que surgió de un accidente. La agencia internacional en la que trabajaba Francisco Campos le solicitó que cubriera la celebración del cese al fuego en San Salvador. La guerrilla y los sectores populares decidieron festejar en la Plaza Cívica. El fotoperiodista llegó a tempranas horas a cubrir el magno evento. Terminó temprano y se fue a revelar su rollo fotográfico. Pero en el proceso cometió un grave error al usar incorrectamente los químicos. En un santiamén todo se había echado a perder. Salió hacia los festejos, se abrió paso entre la muchedumbre y sin darse cuenta estaba arriba del escenario donde comandantes guerrilleros hacían pública su identidad. Unas mujeres vestidas de blanco bailaban. A un costado había unos canastos que hacían de jaula y retenían un par de palomas. Francisco Campos se puso al acecho.

“Aquí está la foto”, se dijo. Y disparó.

— Seamos autocríticos. ¿Qué mejoraría de esa fotografía?

— Esa fotografía para mí no llena las expectativas. Me hubiera gustado que esa misma escena hubiera tenido más vida: que la gente hubiese levantado todas las banderas, que la gente celebrara. Pero lo que se ve es que todos están pasivos. Eso le resta a la fotografía. Pero tengo otras del conflicto armado que me gustan más. No solo me quedo con esa de la paz. Por ejemplo: en Mejicanos tomé a un padre con su hija acurrucados contra una puerta de cortina. Están realmente asustados. Se ve el drama en sus ojos. Por esa me dieron un premio interno de la Agencia Francesa de Prensa. Fue la segunda mejor fotografía del mundo en 1989 en el contexto de la guerra de El Salvador. Tengo otras fotografías que me traen muchos recuerdos. Quizás porque yo las tomé las considero buenas. En la guerra hubo mucho dolor y luto. Retratar a tantos muertos lo marca a uno.

— ¿Y cómo exorciza a sus demonios?

— Este trauma de tanta miseria y de tanto sufrimiento lo he tratado de sobrellevar a través de los Comandos de Salvamento. Hacerle un bien al prójimo me ayuda a combatir toda esa gama de violencia que viví y sigo viviendo. Los Comandos de Salvamento son mi terapia. Es cierto que veo violencia, pero también veo gente que lucha por la vida. He visto gente trabajando ocho horas ininterrumpidas para rescatar cadáveres de un barranco. Eso me inyecta fuerza emocional. 

El bajo mundo
“¿Y ahora qué putas hago?”, se increpó Francisco Campos. Más de una década de guerra había quedado atrás. Lo único que revoloteaba en el ambiente era una esperanza incierta. Preguntas a un destino vacío. Un año arrastró la incertidumbre por los países de Centroamérica. Esa era la encomienda de la agencia internacional: cubrir lo que sucedía en la región. Pero aquello también acabó.

En 1995 el fotoperiodista fue fichado por La Prensa Gráfica. La compilación de retratos de la urbe ya había empezado. Pero no fue una filosofía profesional hasta que estuvo convencido de querer documentar la vida en la ciudad. No le bastó y comenzó a registrar las tradiciones y costumbre de los pueblos.

“Tengo registrada la idiosincrasia de El Salvador. Soy un desordenado, pero guardo la esperanza de que algún día se siente algún editor a ordenar todo mi trabajo gráfico”.

Pero ser un historiador visual cada vez es más difícil. La nueva guerra de El Salvador protagonizada por las pandillas ha restado margen de acción a todos sus ciudadanos. De esto no se salvan ni los periodistas. El aliento de la muerte se siente en la nuca.

“En la guerra yo podía hacer mi trabajo. Sabía que ni la guerrilla ni el ejército me iban a robar el equipo. Si voy a Soyapango en este tiempo, pues sé que voy a salir sin nada. Y eso si me dejan vivo”, reconoce Francisco Campos.

Un delirio de alcohol
— No creo que la existencia de los seres humanos sea un cordón de seda sin nudos. ¿Alguna vez ha tocado fondo en la vida?

— Sí, con el alcohol.

La última resaca de Francisco Campos fue hace ocho años. No es que no quisiera seguir con su vendaval etílico, pero no había ni mecenas ni dinero en la bolsa del pantalón. Empinarse el codo sin dinero no es su filosofía.

“Para mí beber era gozar. Disfrutar de la vida, pero sin la preocupación de que me iba a gastar el dinero de las facturas, de las obligaciones”.

Sin empleo y sin plata, la embriaguez ya no le resultó atractiva. Además, su hija se hacía adulta. Tener de testigo a un familiar en una caída en espiral y sin frenos no era moralmente alentador.

“Mi resaca no fue de un día o de un mes. Fue de mucho tiempo. Fue tan cabrón. Bebí sin parar como dos años. Pasé mis días de recuperación a puro suero”.

La fiesta en el torrente sanguíneo de Francisco Campos era de 24 horas. La bebida, le juerga y el sexo fueron la Santísima Trinidad del fotoperiodista.

“Perdí tantas oportunidades en mi vida por beber. Me dediqué a joder. Todo me valía”, se sincera ahora un abstemio Francisco Campos.

“Nunca lo vi borracho, pero sé que estaba anclado en la botella”, dice una persona que trabajó con el fotoperiodista. Otra atestigua con felicidad: “Él realmente siempre ha sido una persona bondadosa. Me alegra mucho que haya vencido su alcoholismo. Él no se merecía terminar así”. Una más recuerda sus días en actividad: “Se perdía literalmente. No sabíamos en qué andaba, pero en algo estaba”. Y otro compañero de jarras y cabuyas reconoce que “siempre íbamos a los mismos chupaderos y a los mismos puteríos. Cuando nos volvíamos a encontrar no nos acordábamos de nada”.

Efraín Méndez Solís fue el socorro de Francisco Campos:

“Como yo era su amigo más cercano, pues a mí me tocaba irlo a traer de una cantina y lo encerraba en una oficina. Esa época fue muy difícil para él. Una vez me hablaron de La Prensa Gráfica para que lo fuera a traer. Me dijeron: 'Vení a traer al viejo porque anda tomado. Lo pueden ver'. Nosotros le decíamos que dejara ese vicio”.

Los Comandos de Salvamento (otra vez) han sido vitales en la vida de Francisco Campos, porque lo tienen como una referencia. Sabe que no puede dar un paso en falso. No tiene remilgos como los podría tener un miembro de Alcohólicos Anónimos que se aleja de amigos y de lugares con los que tuvo un vínculo de adicción. Él va a los mismos sitios y coincide con las mismas mujeres que un día estuvieron en su parranda sin fin.

El fotoperiodista también fue anfitrión de propios y extraños durante la guerra en El Salvador. Sirvió de guía turístico y tenía un antro para cada paladar. La agencia en la que trabajaba le encomendó un reportaje sobre la prostitución en el país. Por supuesto: el encargo tenía que ver con la dura realidad de las trabajadoras sexuales y a ellas las encontraba en el corazón de San Salvador. La expedición le hizo conocer a sus protagonistas. De modelos pasaron a ser sus amigas. Este lazo todavía es robusto décadas después. Evidentemente terminó de novio con una de ellas.

Tres años de casado y veinticuatro de divorciado. Al echarle un ojo al camino recorrido, el amor en la vida de Francisco Campos es una mueca socarrona.

“No sé. Siento que yo ya no puedo enamorarme. Soy muy aburrido. Y hasta cierto punto soy exigente. Cualquier cosita y me indispongo con cualquier persona. Otra cosa: yo hablo bien poco. Quizás por eso fracasé con muchas parejas. No soy de pláticas largas, paseos largos o conversaciones telefónicas largas. Yo soy del 'sí, no. Pendientes'. Eso me limita con una mujer”, observa el fotoperiodista con un tono condescendiente lejos de la amargura. De los besos aprendió que si no están, se buscan:

“Todavía me doy mis escapadas a los lupanares”.

Distancia focal variable
A Francisco Campos le llaman Chico. Las putas, Fran. Su familia, Javier. Sus allegados dicen que no le conocen enemigo alguno. Siempre cayó bien en cualquier circunstancia. Él exhorta en que no intenta caer bien. Se considera a sí mismo una persona cuadrada. Difícil de asimilar.

¿Quién es Francisco Campos?
El fotógrafo.  Eso soñé y lo conseguí.

¿Qué le han enseñado todos estos años?
La lealtad hacia los amigos, las empresas y la comunidad.

En varias ocasiones le he oído hablar de la amistad. ¿Por qué esa constante?
Yo soy bien chero. Cuando uno da amistad cede confianza y uno crea valores que lo acercan a la otra persona y cuando se falla en esos valores es posible que haya un rompimiento. Yo no tengo enemigos, pero sí tengo la experiencia de amigos que me la hicieron [traicionaron]. Y cuando uno no está acostumbrado a que a uno le hagan una mala jugada se siente defraudado.

Usted me ha dicho que se considera una persona fría, pero este tema creo que lo vulnera…
En cierto aspecto sí, porque uno se llega a sentir traicionado.

¿Es usted homofóbico?
Fíjese que en los años de mi juventud, antes de que apareciera el término, sí. Después… este…

¿Y cómo nació en usted ser homofóbico?
No, es que… Para empezar el término no existía ni era algo que alguien podría valorar: soy esto, soy lo otro. Había tendencias que no eran aceptadas por la sociedad. Quizás hasta 1980… Algunos aspectos que conocía relacionados con el tema es que en el centro de San Salvador había homosexuales y los policías los garroteaban. Igual con las prostitutas. Cuando los grupos se empezaron a organizar se descubrió que sí había odio hacia las minorías.

Usted habla del valor de la amistad. ¿Tiene amigos homosexuales?
Sí, tengo. Varios, varios. Trabajé con alguien con el que tuvimos una relación laboral. Incluso se casó.

¿Cuál es el bien más preciado que tiene en su vida?
Mi hija. Es mi tesoro.

***

A distancia corta el fotoperiodista es impasible. Es frío y él no lo niega. Solo la acción le inyecta éxtasis. Es como un tizón azuzado por el viento. También ha sido víctima de su propio furor. Se ha acercado a las escenas de violencia y ha invadido la intimidad de los otros en momentos de fragilidad emocional y física. Echa mano de un teleobjetivo para no interferir entre el luto de los dolientes y el tratamiento de las escenas de violencia. Pero no siempre es así:

El día domingo 6 de agosto de 2017, la doctora Delis Lisseth Ruiz Aparicio manejaba su vehículo en dirección hacia su trabajo. No se sabe a ciencia cierta qué fue lo que pasó, pero en la carretera a Comalapa ella se estrelló con un poste del tendido eléctrico. Murió al instante.  Francisco Campos fue el primer periodista que llegó al acontecimiento. Incluso antes que las autoridades del Estado. La zona no estaba acordonada y el fotoperiodista tuvo libre acceso para hacer las fotografías. Él no solo registró a la víctima, también captó la secuencia en la que un familiar llega al lugar de la tragedia y entra al vehículo y zarandea el cadáver en un afán de resucitarlo. Era su esposo.

Francisco Campos empezó a enviar el material al periódico en el que trabaja en la actualidad: El Diario de Hoy. Se hicieron dos productos editoriales: uno fue la noticia del hecho. La otra fue la secuencia en la que aparece el familiar de la víctima aferrándose al cuerpo de su ser querido. Ambas noticias —la del hecho y la secuencia gráfica— se publicaron en Internet. Así comenzó un laúd de críticas hacia el medio. Los lectores se indignaron y opinaron que se había violado la ética periodística y que se había pisoteado el luto y la intimidad de los dolientes. Pero el follón no terminó ahí. 

La Asociación Salvadoreña de Psiquiatría (satélite del Colegio Médico de El Salvador) hizo un comunicado en el que externaba lo siguiente:

"Consideramos que dichas imágenes no abonan al carácter informativo y generador de opinión que un medio debe tener, sino que fomentan el amarillismo y su objetivo es la viralización de contenidos con otros fines en momentos de duelo donde debe prevalecer el respeto a las personas en situaciones de dolor".

— ¿Cómo reconcilia el deber de tomar la fotografía con el hecho de que tiene que respetar el dolor y luto ajeno?

— Fíjese que esa es una cuestión bien difícil de trabajar. Este [dilema] se gana con experiencia. El hombre [esposo de la víctima] llegó por el lado del pasajero y puso su frente sobre el carro. Esa fotografía la hice con un teleobjetivo. Cuando vi que se iba a meter al vehículo, cambié de lente. Puse un gran angular. Me cambié al lado del motorista y en el momento de intimidad en el que él abraza a la señora, yo disparé. Sabía que esa era la fotografía. Y sabía que solo podía permanecer ahí de 10 a 15 segundos. Y yo creo que el hombre ni me vio.

La secuencia fotográfica fue retirada del sitio electrónico del periódico donde trabaja Francisco Campos. Aunque fue él quien tomó las fotografías, no estuvo en sus manos la decisión editorial de que hubiese una cronología de los hechos posterior al accidente. No obstante, él se mantiene firme:

“Son imágenes fuertes, pero llegué a la conclusión de que es una advertencia para que los conductores manejen con precaución”.

— En nuestro primer encuentro lo primero que hicimos fue ir a ver un muerto, hizo las fotografías y las envió. Las críticas surgieron en un parpadeo. La presión digital obligó al medio a borrarlas. ¿Reflexiona y es crítico con su propio trabajo?

— Seguido reflexiono sobre mi trabajo, sobre las imágenes que yo tomo. Creo que algunas imágenes son muy fuertes y no deberían ser expuestas. Ese es mi punto de vista como persona. Las imágenes que muestran violencia y muerte explícita no deberían ser expuestas, pero yo trabajo para un medio: uno moderado y el otro popular. A este último es al que le gusta ver muertos. Si los periodistas tenemos la oportunidad de educar con este material, entonces lo podemos hacer con fotografías un poco diferentes, pero si el mercadeo le pide muertos para vender el periódico [entonces hay que sacarlos] porque es un negocio, porque me han dado empleo para que tome esas fotografías…

— ¿Usted no entra en debate con su propia conciencia? ¿Pesa más su ética o los valores del mercado? Y le digo esto porque usted trabaja en una institución humanitaria…

— Fíjese que… Yo pienso que las fotografías deben ser tomadas, las imágenes deben ser capturadas, porque llegará el tiempo en que todo este material va a servir para futuros estudios de otras generaciones sobre este país. Esa es mi visión. Ahora: no toda la responsabilidad cae en el fotoperiodista que las pasa a la redacción para que un editor escoja y las publique, sino en la educación que toda persona recibe. Eso quiere decir que si a usted lo educan desde su casa, desde su escuela, entonces va a llegar el momento en el que usted va a decir: “Esto [periódico popular] no lo leo yo”. Todo tiene su base en la educación. Así es en todo. Si usted educa a su hijo, él no va a oír reguetón.

— Revirtamos los papeles. Si el muerto que vimos hubiese sido un familiar suyo y usted llega a la escena y un fotógrafo está capturando las imágenes, incluso, sin la zona acordonada…

— Fíjese que su punto es bien difícil. Realmente no sé qué pasaría. Quizás me haría el loco, porque de tanto hacerlo yo, pues pensaría que la otra persona debe de hacerlo. Muchas veces uno no está capacitado para responder ante situaciones en las que no se ha encontrado. Pero después de haberme metido en tantos casos como esos, he adquirido cierta experiencia.

— Y después de tantos muertos, ¿cuál es su reflexión sobre la muerte?

— Cuando uno llega a viejo, la muerte es una oportunidad de descansar. Los jóvenes, por ejemplo, no tienen esa oportunidad. Mueren tan pronto. No hay porqué tener miedo.

— ¿Le teme a algo?

— Estar en la pobreza, no tener un futuro. Algo así, tal vez. Me gustaría no vivir más de 70 años. Yo siento que la gente de la tercera edad es un estorbo. Por eso a mí me gustaría morir con las botas puestas. Pasar el día y la noche, ¿para qué? Yo siempre soy de expectativas: pasa una cosa y voy por otra. Me pasa en la fotografía: pasa una asignación y voy por otra. Y si no tengo, pues tengo otras cosas que hacer.

— Hemingway y Hunter S. Thompson se suicidaron cuando ya no podían escribir, cuando ya no podían hacer lo que los mantenía vivos. ¿Usted se quitaría la vida [si ya no pudiera hacer fotografías]?

— Yo siento que sí. Debería de haber una legalización de la eutanasia. Hay un momento en el que el ser humano ya no quiere vivir.


***

No ha llorado tras la cámara, solo ha tenido nudos con espinas en la garganta. Las lágrimas se vienen después con el recuerdo.

“Mire, se lo voy a contar. Hay un caso. Puta, siempre que lo cuento…”

En Santa Cruz Michapa (departamento de Cuscatlán) mataron a un vigilante cuando iba a su trabajo. La escena —ya acordonada por la policía— estaba muy lejos del lente de Francisco Campos. Aun así hizo un par de capturas del hecho. Luego —son los tiempos modernos— empezó a hacer un video. Detrás de él surgió un lamento agudo e inconsolable. Eran tres niños llorando a su padre. La cinta amarilla de los policías no los detuvo y corrieron hacia el cadáver.

“Aquello era tan dramático, triste. Oír aquel llanto, ver a esos niños hablándole a sus papá fue una onda bien cabrona…”

A Francisco Campos se le quiebra la voz. Sus ojos tiemblan. Intenta reponerse, pero solo logra hacer silencio. Luego espeta algo:

“No sé cómo hice aquellas fotografías, no sé cómo hice ese video”.         

***

La filosofía de Francisco Campos es abreviada, sencilla. En lo profesional sabe qué temas sí puede publicar y cuáles no. Se ubica. No ignora para quién trabaja. Si una fotografía no ve la luz, espera, la guarda. En algún momento surgirá un tema que necesitará un nuevo ángulo de apreciación. Más que censura, lo que él cree es que ahora existe una ausencia de sagacidad y de astucia por parte de los periodistas. 

El eterno rival de Francisco Campos ha sido otro fotoperiodista: Luis Galdámez. Esto lo afirma un colega de ambos. Pero ante este tema, el miembro de Comandos de Salvamento desvirtúa la aseveración de su compañero de oficio:

“No, no tengo rival. Solo tengo cheros que hacen muy buenas fotografías. Muchos de mis amigos o fotoperiodistas que estuvieron bajo mi mando ya me han superado en técnica y tal vez en calidad. Nunca he estado en competencia con nadie”.

Al hurgar en su respuesta se vuelve contundente:

— Si en sus manos estuviera la potestad de entregar el Premio Nacional de Cultura [máximo galardón que concede el Gobierno salvadoreño en el ámbito sociocultural y que en 2017 está enfocado en la fotografía] a un fotoperiodista, ¿a quién se lo daría?

— A Luis Galdámez. Él es el artista.

Entre los aspirantes a ganar el Premio Nacional de Cultura 2017 están Iván Montecinos, Luis Galdámez y Francisco Campos. Esta trinidad guarda una amistad cautelosa que el tiempo no ha sabido roer.

Es mejor desgastarse que oxidarse. Francisco Campos lo sabe muy bien. Ha pasado por tanto que ha descubierto que en el infierno también llueve sobre mojado. Y eso lo ha aprendido lo suficiente para definir la vida. Anda un espejo emocional con lo que mide todo. Es un diálogo en el que dice: “Yo pasé por aquí”. En su banco de fracasos y victorias tiene un lema: “Campos le dicen”. Es su “meme” psicológico.

***

En la vida privada el fotoperiodista huye del mundanal ruido guareciéndose en su archivo fotográfico y en la lectura. La televisión en su hogar es un mueble en desuso. Cuando la soledad aprieta va en busca de sus amigos. Sus mayores demonios son el no poder socorrer a alguien cuando lo necesite. La sola idea lo atormenta. Los años le enseñaron que no es sensato respirar por la herida, pero le gustaría borrar de su existencia a esa gente a la que le dio su amistad sincera, y que finalmente se terminó aprovechando de su gesto. De la felicidad dice que no es para él. Otros quizás la sientan, pero él solo sabe que “haciendo lo correcto uno se puede sentir bien”. No se ve jubilado, porque “cuando se trabaja en lo que se ama, se debe trabajar hasta el último aliento”. Tiene alrededor de doce discípulos en fotografía. Y cómo no: también sus Judas. Cuando tiene la necesidad de conspirar contra el tiempo se va de la mano de Joaquín Sabina a épocas de bohemia donde el alcohol, las mujeres y las risas eran lo único que importaban.

— ¿Todavía tiene expectativas en su vida?         

— Muchas. Todavía puedo dar un par de años más bien entregados.

— Si pudiera cambiar algo del pasado, ¿qué sería?

— Fíjese que yo hasta de las cosas malas tengo buenos recuerdos. Yo bebí mucho —de eso casi no me gusta hablar— pero cuando yo bebía, disfrutaba. Tuve problemas serios con respecto a la bebida, pero también fue divertido. Es difícil querer dejarlo y no poder. Es una cuestión seria y triste, pero es algo que a uno le gusta.

— Aunque le pagaran, ¿a quién nunca le tomaría una fotografía?

No sé. No creo que haya una persona a la que no haya que tomarle una fotografía…

— Hasta el Diablo se merece una…

—  Yo creo que el Diablo es una buena persona. La propaganda es lo que le ha hecho ser el malo. La maldad está en el ser humano. En la Biblia prácticamente no ha matado a nadie. No ha hecho un diluvio, no ha quemado Sodoma y Gomorra. O sea: el que ha hecho todo es Dios. Y él es el bueno. Puta, al revés.

— ¿De quién le hubiese gustado ser el fotógrafo [oficial]?

— De Marilyn Monroe me hubiese gustado ser el fotógrafo. Ella tiene algo angelical.

— ¿Cuál es su fotografía ideal?

— No la he tomado todavía. Tengo tiempo. Puede ser en un segundo, unos minutos. Un año.

— Cuando finalmente apague su cámara, ¿qué quiere que diga su epitafio?

— Campos, le decían.