Los
poetas no se mueren nunca —y menos, si los matan: es ley de la vida y también
de la muerte. En todo caso se convierten en fantasmas muy tenaces. Los verdugos
lo saben en carne propia porque cada letra del poeta, cada palabra suya, cada
verso limpio, les pega como una bofetada. La única eternidad posible será la
que conceda la poesía. La poesía es don del hombre. “País mío no existes/ sólo
eres una mala silueta mía/ una palabra que le creí al enemigo”, dijo mi querido
Roque Dalton meses antes de que sus jefes guerrilleros del Ejército
Revolucionario del Pueblo (ERP) le metieran un balazo a traición, el Día de las
Madres de 1975, a cuatro tardes de cumplir 40 años —hace ya treinta y cinco.
Cuando
conocí a Roque, en la colmena habanera de los setenta, él era el poeta más
simpático del mundo. Lo recuerdo vestido con una camisa blanca de mangas
cortas, pantalón cualquiera y unas botas altas, mal acordonadas. Más delgado
que su malicia, tenía buena fama de polemista. No soportaba los caprichos del
poder ni el poder de los caprichosos, y se peleaba de palabras con sus
superiores o subordinados, de igual a igual. Había logrado una pronta
consagración con su libro El turno del ofendido e iba dejando a su paso por la
ciudad un rastro de anécdotas (casi siempre inverosímiles) más un reguero de
amores que se sumaban, en centroamericana fugacidad, al libro de las leyendas
urbanas. Para acreditar sus hazañas con pruebas de rigor, El Flaco Roque
hubiera necesitado ser El Gato Dalton y consumir más de siete vidas; así y
todo, creo que tendría que robarse otras tantas en alguna barata de mercado.
Cómo explicar, sin creer en Dios, sus mil quinientas páginas de poemas, sus dos
escapes de la cárcel minutos antes de ser llevado ante un pelotón de
fusilamiento, sus andanzas por todas las callejuelas de Praga persiguiendo la
escurridiza sombra de Franz Kafka), sus travesuras en la Corea sin humor de Kim
II Sung y, por último, la confianza que tuvo en sus camaradas de guerrilla aún
sabiendo que ellos envidiaban rabiosamente su inteligencia, su carisma y sus
cojones. “¡Qué cosa tan jodida es descansar en paz!”, dijo el autor de Taberna
y otros lugares sin saber que él nunca tendría el privilegio del reposo pues
sus matadores siguen sin atreverse a decirnos por qué lo acusaron de ser agente
de la CIA si sabían bien que era una calumnia —ni dónde rayos lo enterraron
horas después, aquella noche de primavera. Muy cerca de la casa donde le
dispararon en la nuca, las mujeres más lindas del continente desfilaban por la
pasarela de un concurso de belleza. No me extrañaría que lo primero que haya
hecho el espíritu de Roque fuera irse volando a verlas modelar: ni cadáver, un
hombre como él se perdería esos bikinis.
El
presidente salvadoreño Mauricio Funes acaba de nombrar en un alto cargo de su
gobierno a Jorge Meléndez, el valiente comandante Jonás, un hombre que lleva en
el cuerpo varias heridas de guerra y, en el alma, la inconfesada pena de haber
sido uno de los ejecutores del poeta y su compañero en la muerte, el obrero
Armando Arteaga, alias Pancho. Los otros comandantes implicados, aún vivos, son
Alejandro Rivas Mira y Joaquín Villalobos —según confesión pública del propio
Villalobos. “Fue un tremendo error”, reconoció entonces. En entrevista
reciente, un Jorge Meléndez acorralado dijo al periodista Tomás Andréu: “Yo norecuerdo el asesinato de Roque Dalton, recuerdo un proceso político en el cualsalieron muertos varios compañeros (…) No soy asesino de Roque Dalton. En ese
proceso del ERP con mucho orgullo yo soy partícipe. (…) Las guerras son
situaciones excepcionales de mucho dolor, de muchos muertos, de faltas de ley,
de decisiones siempre arbitrarias (…) Yo estuve ahí y sé lo que pasó”. Han
corrido [cuarenta y dos] mayos y Jonás no ha aclarado nada.
La
familia Dalton, de la cual me siento parte por razones largas de contar, sólo
pide que se sepa la verdad. Juan José y Jorge, hijos de Roque, quieren rescatar
el cuerpo del poeta: esta semana, encabezan una cruzada a favor de la justicia.
“No sabemos a dónde fue a parar su cadáver, no hemos tenido esa oportunidad de
ponerle una flor (…) Los responsables de las torturas sicológicas y físicas que
mi padre y Armando Arteaga sufrieron durante su cautiverio, tienen nombre y
apellido. El gobierno (del presidente Funes) tiene dos caminos: rectificar y
despedir a Jorge Meléndez o ser cómplice de uno de los involucrados en el
crimen. Mayo seguirá siendo un mes sumamente triste e injusto. Muy injusto”, ha
dicho Jorge.
Roque
escribió: “No temáis por mí y perdonad que me retire por un momento. Voy a
reírme de vosotros”.
Vosotros
son ellos.
*Este texto de opinión fue escrito por el cubano Eliseo Alberto y apareció en el periódico mexicano, Milenio.
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